Tiene la tristeza la poderosa costumbre de adelantarse al tiempo. Recorre atajos que conoce como nadie y se nos cuela por las rendijas de la coraza. Así dispuestos, nos embarga con anticipos de frontera, como límite que desdibuja el último paso y lo alarga para nosotros, como ausencia indigerible de lo que está por llegar.

Ataca violentamente la víspera y no deja disfrutar del rayo volviéndolo todo trueno, poniéndonos en lo peor. Debe ser que así, alargando la batalla interior, se diluyen los efectos de la derrota anunciada. Pero no nos deja claridad en la mirada mientras vivimos el momento.

En cambio, y jamás he podido entender la razón de este artificio, la felicidad se retrasa. Pasa sin pena ni gloria por el instante, no la reconocemos hasta que ya se ha ido y entonces se convierte en recuerdo de lo vivido, en paraíso perdido y en patria a la que es imposible volver.

Aunque tiene la ventaja de durar hasta el día después y permite disfrutar del río volviéndolo todo de agua, trayéndonos lo mejor de cada gota.

Nosotros, para evitar interferencias en el ánimo y no desvivir los instantes a destiempo, aun sabiendo que los diamantes tampoco son para siempre, deberíamos convenir públicamente, o en secreto, un armisticio: no dejarnos estar tristes hasta que no nos hayamos ido.