Quiero la fresa de tus labios, para relamerme después en ese regusto ácido de la punta de tu lengua. Y que se me entornen los párpados, que me tiemble la voz y se me salga el corazón por los costados.

Mantener contigo un tacto desbocado, un roce divino de pieles contrarias y sextos sentidos. Beber gotas de tu pecho, fruncir tu espalda con mis dedos y notar que un hilo de tu voz me advierte del vaporoso placer de asomarme adentro.

Y cuando se enreden las piernas y nos olviden los pies fríos, cuando nos hayamos quitado de encima este silencio infinito y estemos tan en el centro y tan cerca que no podamos entender lo que pasa fuera, quiero que me arropes en mitad de un suspiro, que me suspendas en el filo de un terremoto y me pares el tiempo en ese instante.

Para darme un sitio al que volver cuando —como ahora, ya— sea demasiado tarde y sólo sepa buscarte entre los escombros.