Las despedidas nunca vienen solas. Atrapado en este andén, cuando deja el reloj caer las primeras sombras y un vacío absorbente resalta en el eco de los pasos que se van, me encuentro de bruces con la soledad inexacta de la memoria.
Entonces opino sobre mí mismo y sobre los demás, mientras juego con el bamboleo de ese líquido espeso que inunda las despedidas y que las hace olear sin descanso sobre la incertidumbre de no saber quién acierta.
Opino que el ser humano vive deseando volar pero, en cuanto levanta los pies del suelo y sabe que tiene que aterrizar, guarda su último esfuerzo para cortarse las alas. Como si fuese terrible ser feliz un momento y no para siempre; cuando sabemos, con sólo mirar alrededor, que siempre es mucho tiempo.
Que perdemos la vida persiguiendo nieblas por si en ellas estuviera dibujado el mapa que nos saca de un laberinto, sin pararnos a pensar que el laberinto mismo también es vida, que está hecho de la misma materia confusa e inasible.
No consigo más claridad, porque el hueco que dejan las despedidas impide que pase la luz. Sólo se me ocurre terminar deseando mucha suerte a quienes pasaron por mi vida, a quienes están transcurriendo y a todos los que sucederán.
Y que alguna vez vuelvan, un día cualquiera, para contarme todo lo felices que fueron, especialmente, cuando dejaron de acordarse de mí. Porque así sabré que yo fallé, sí, pero también, que ellos acertaron.