Sus manos eran, pianistas de piel, las de alguien que trabajó conmigo. Sus ojos tenían un universo en el iris, como el que portaba en su silencio aquella otra chica de mi pueblo adolescente.

Sus piernas frotándose con las mías tenían, en cambio, la suavidad de una tarde de otoño que viví en otro siglo. En sus hombros desnudos reconocí el temblor del verano en la playa cuando se recorre a tientas. La nariz pequeña que se acercaba, por instinto, con los ojos entornados, me resultó tan familiar que me colgaron los pies al borde del pecado.

Me tranquilizó la dulzura de sus labios jugosos, como los que vi en el semáforo cuando, llovía apenas en abril, huía de otro recuerdo. Sus susurros fueron micrófono y altavoz de cantante mejicana, al tiempo que su peso sobre mí tenía la consistencia de un baile muy lento en una fiesta de cumpleaños.

Pregunté su nombre a este collage somnoliento, pero no me contestó. En lugar de palabras, me devolvió la fragancia de tu perfume y estalló en una sonrisa etrusca desenterrada de otro tiempo.

Este es el efecto del extraño sortilegio, perverso y adorable, que algunas noches me juega la memoria cuando me duermo. Así que es cierto y, aunque me da vergüenza, tengo que reconocer que, a veces, sueño con mi propia Frankenstein. Y aunque comprendo que ella existe sólo un momento, también es cierto que, en ese momento, existe sólo para mí.