Con el móvil pegado a la oreja, a resguardo del frío que conquista la tarde cuando el sol huye acobardado, espero respuesta…
—Ya estoy en lo de la tinta, dime…
—Me hace falta el cartucho número quince de HP —contesto mientras pienso «¡Qué suerte que estuvieras en la tienda! Así me ahorro un viaje»…
—¡Uf! A ver. Sí, aquí están… espera… diecisiete, cuarenta y dos, veintiuno, veintidós… no estos de aquí son cincuentas… Pues no… ¿Te compro mejor el diecisiete? Es «trú color»…
—¡No, no! Si el que busco es el quince, que tiene sólo negro.
—¿Prefieres el treinta y dos? También es de color.
—¡Nooo! Es que es para una impresora que sólo acepta el cartucho número quince.
—¡Ay, mira, no sé! ¡Pues el treinta! Ese sí está aquí. Además, durará más… digo yo…
—¡Déjalo! Déjalo y no me traigas ninguno, es igual.
—¡Bueno, bueno, no te cabrees conmigo! Encima que te hago el favor…
No pasaría esta escena, del anecdotario no escrito, ese que todos llevamos de cabeza, al pasadizo secreto de este laberinto, de no ser porque, después de sucedido, me ha recordado las muchas veces que nos empeñamos, hasta la angustia incluso, en darle a los demás exactamente lo que no necesitan.
Porque, seguramente, somos capaces de querer a quienes nos aprecian. Pero es bastante raro que acertemos cuando y, sobre todo, cómo. Por otro lado, ¿qué pedirle a los demás cuando ni siquiera nosotros sabemos lo que nos falta?
Es muy posible que, lo más sensato, sea darles, sencillamente, lo que tenemos, lo que sabemos dar. Y que ellos nos vayan orientando. Así podría ser todo mucho más simple, pero ¡qué frío es el orgullo y cómo quema el fracaso!
Para curiosos, y para amantes del melodrama, añadiré que, al final, hubo cartucho. Pero aún no he podido verle el número… Venía envuelto en un abrazo.