Rodeé mi garganta con la mano mientras le hacía gestos con la otra. Tardó un poco en percatarse de mi llamada, y un momento más en entenderme.

No pronuncié palabra, sólo moví los labios con un «ven» mudo que recorrió la distancia que nos separaba a la velocidad de la luz. Asintió con la cabeza y encogiéndose por los hombros, comenzó a acercarse con pasitos cortos, como los tictac de un reloj.

Al llegar a mi altura puso un mohín compasivo y me dijo:

—¿Estás afónico?… ¡Si es que con estos fríos…!

Me encogí un poco e hice un ademán de palabra que no quiso salir.

—¡Vaya! ¿Te duele la garganta?

Acerqué mi boca a su oído, casi rozándonos la cara, y apoye la mano en su hombro al decirle, muy bajito, ignorando un poco su pregunta para, de ese modo, no tenerle que mentir demasiado:

—Ya estoy mucho mejor…

La conversación se esforzó en continuar, tejiendo el hilo de una voz en el nudo de la otra, pero, un poco más allá de lo que las manecillas estaban dispuestas a permitir, cesó con un silencio de corchea y una despedida manual.

Sonreí en ese silencio mi propia travesura infantil. Porque ya estoy mucho mejor, sí, completamente sano. Pero tanto me gusta que te acerques, que cuando vuelvas voy a seguir fingiendo un poquito más, aunque sólo sean unos minutos.

Porque me encanta hablarte al oído… Y para que no descubras el truco.