Te digo que quisiera tener un ácido encuentro de mis labios con el caramelo de tu boca, para cambiar su gesto de un encogido amargo por tactos de azúcar liviano y tenue. Que quisiera comprobar si es tan bueno su sabor como mi imaginación promete clavándome hasta el fondo de los sueños las ganas de hincarle el diente.

Y te digo, también, que no quisiera pasar más tiempo sin beber del agradable manantial de miel y gemidos que hay escondido en tus senos. Ni sin apurar ese divino refresco suave cuando, muerto de sed, tus manos líquidas quisieran recorrer en mi cuello trazos espirales.

Que deseo encontrarte chocolate en cada vértice, duro y tierno, guinda menuda y pastel intenso, y buscar después un espacio paralelo en dónde comer dentelladas completas de tu carne firme, que tiembla y ríe, mientras se funde y asiente.

Tal vez te moleste que haya dicho esto, aunque no es mi intención. Pero es justo que entiendas a tu manera lo que escribo. Al fin y al cabo, cuando alguien se toma la molestia de leer y, desde ese mismo momento, son suyas las palabras. Incluso, si quiere, puede adquirir la curiosa y frecuente costumbre de inventárselas.

Pero no me regañes por eso. Repréndeme, si lo ves necesario, pero castígame por lo que haya dicho. Y no hagas como haces siempre un poquito, echarme en cara algunas cosas que sólo tú entiendes que he dicho.

O quizá soy yo quien echa balones fuera. Hagamos la prueba en un momento. No mires atrás en el texto y responde sinceramente a estas dos preguntas. ¿Qué palabras recuerdas haber leído de las siguientes: amargo, beso, suave y dulce? ¿Qué te sorprende más, mi deseo o que se cumpla?