Hace algunos años, cuando por fin alcancé los dígitos precisos para esa misteriosa edad que describimos como uso de razón, me dí cuenta enseguida de que ya tenía un nombre puesto. No es que me gustara o no, que, total, en aquel tiempo, lo mismo me daba uno que otro, pero me representaba ante todos y, sin embargo, yo no lo pude elegir.
Fue pasando el tiempo y me acostumbré, lo fui llenando de gente conocida y acabó sirviéndome para predecir, según acentos, apócopes y diminutivos, desde qué parte de mi vida requerían mi presencia otros labios.
Muchas veces deseé cambiarlo y poder tener muchos, uno distinto para cada ocasión. Porque a veces me sentía Juan Ramón o Pablo o Rubén… y otras veces deseaba entender por el nombre a Arturo y a Merlín, ser un poco Robinsón entre los restos de mi naufragio o detener el tiempo llamándome Peter.
Desistí del asunto cuando empezaron a importarme otros nombres más que el mío, que casi se me olvidó a fuerza de tanto mentarme con un «yo» a secas frente al papel. Pero esos otros que llegaron, sin esfuerzo, con una naturalidad que aún ahora me asombra, encontraron el modo de cambiármelo sin que ni yo mismo me diera cuenta. Así que he sido tesoro, primor, cariño, nene, papi, tito y corazón. Y alguna vez, quizás, todos juntos.
Siempre fueron los demás quienes escogieron. Yo sólo recuerdo haberme nombrado instanteca cuando, hace ya mucho tiempo, entre él y yo sumábamos dos. Pero, después de un lento proceso de absorción, sólo me queda lucidez suficiente para saber que no es prudente elegir el propio nombre. Porque nosotros siempre nos inventamos mal y no nos vemos como somos.
Esta noche quisiera, ya ves que tontería, aunque sólo sea para esta noche y no sirva más que para asomarme al horizonte de otra latitud, que fueses tú quien me inventaras un nombre, como si esta noche no fuese el carnaval de los hombres, sino el de las palabras. Así nombrado, prometo meter ortografía, maquillarme las minúsculas y ajustarme bien al tipo.
Deja una respuesta