Una colección de instantes

diciembre2024 (Página 2 de 4)

Tres minutos

Perdona que te escriba de nuevo pero, ya ves, no puedo remediarlo. Necesito que me escuches un momento, no voy a entretenerte demasiado, lo prometo. No voy cansarte con mis lamentos, descuida, es sólo para darte un poquito de conversación.

Créeme, no es una cuestión de soledad, ni de tristeza, por lo que te busco. En realidad, la vida me sonríe, más o menos, con los altibajos propios de un azar que no se propasa conmigo. ¿Melancolía?… Bueno… sí… puede que un poco, pero tampoco es lo que me mueve. La nostalgia ya es una amiga inseparable y no cuento sus visitas porque sé lidiar con ella en las largas horas vacías sin perecer en el intento.

Más bien, sé que suena extraño, es un asunto de costumbre. Un vicio que se me ha instalado desde hace tiempo en los dedos. Una especie de adicción que, cuando no la hago, por lo menos un ratito todos los días, siento como si me faltara algo, sin saber exactamente qué. Seguramente no me falte nada y sea sólo que me ataca ese desasosiego común de las rutinas interrumpidas, ese misterioso acto reflejo de las usanzas, esa desazón que da la abstinencia imprevista.

El caso es que, aunque no tenga nada que decir, necesito creer que estás ahí. Hacerme a la idea de que me miras atentamente mientras escribo, como si te interesara adivinar mis pensamientos, como si te importaran mis palabras inútiles y mis rimas absurdas. Como si tú y yo existiéramos a la vez en algún lugar, en algún tiempo, en algún doblez de la realidad.

Ya está, estoy terminando. Al fin y al cabo, parece que no es nada, palabrería de relleno. Pero para mí es mucho más, muchísimo más. Porque en el rato que he tardado en escribirte esto, un instante a lo sumo, sin tú saberlo, como efecto inverosímil de la magia blanca, te han traído hasta aquí mis palabras. Incluso, no debería decir esto para que no dudes de mi cordura pero, me ha parecido que me las ibas leyendo en voz alta y de una en una. Y no es la primera vez que me pasa y espero que no sea la última.

Por eso, para agradecer tu visita y tratarte como te mereces, para dejar que eches la cabeza en mi hombro o espantarte los fantasmas o darle un descanso a tus dudas, quiero invocar la energía de todas las musas, de todas las fuerzas de la magia electrónica. Para que me permitan viajar a tu lado en un momento, estar contigo un rato, no sé, tres minutos si acaso, o lo que dure el instante que tardes en leer conmigo este texto.

Rendija

Está fresca la noche y eso es un alivio. Sopla la brisa más pesadamente por entre las casas y se restriega viscosa contra la piel. Viene como emisaria, anunciando que el verano tiene los días contados y que las noches ya se le han salido de cuentas; que la vida está a punto de retornar a su ritmo frenético y febril de rutinas cotidianas.

Sentado en la escalera del patio, sólo escucho su silbido inconstante que mueve un sonajero en el níspero. La luna está clara, ni llena ni vacía, ensimismada en sus estrellas y en lucirse en su cielo. No se oyen coches, ni gatos ni persianas; tan sólo la flauta desafinada de los cipreses rompe la monotonía del insomnio.

Siempre que bajo de noche al patio, esté como esté la luna, encuentro paz a mitad de camino, en el rellano que da un descanso al viaje estático de los escalones. Se viene conmigo de la mano y me señala un sitio escogido en los últimos peldaños. Le hago caso, me siento, reposo en ella los brazos cruzados sobre las rodillas, descanso los ojos y, simplemente, dejo libre el pensamiento.

Pienso en el dibujo con el que se contonean las sombras de las plantas sobre el patio, en el rumor de agua que se escucha a lo lejos. En el peso de mis párpados, en la tensión de mis manos, en la frialdad extraña que tiene esta noche el suelo. Y sí, no me molesta confesarlo, en qué estarás pensando o en lo que andarás haciendo.

Sin embargo, esta noche, al pararse la brisa un momento, todo se ha quedado quieto: las sombras, los ruidos, hasta el frescor… He cerrado los ojos cuando el vértigo de los pensamientos se ralentizaba, cuando todo se quedaba parado en el mismo fotograma repetido que acababa fundiéndose en negro.

Y al abrirlos, un instante después, ha vuelto el movimiento a las sombras, al aire y al cielo. Como si se hubiesen detenido a la vez el mundo y la vida formando un paréntesis casi imperceptible, un fotograma en blanco de la película, un silencio de fusa en medio de una sinfonía.

Seguramente ha sido un despiste minúsculo, un mareo de la realidad, un atasco en la autovía de los sentidos. Tal vez un sueño, un sueño de los que atacan cuando estás más despierto… Porque sólo un sueño puede fingir rendijas en el océano del tiempo.

Tormenta

Los caballos del cielo refunfuñan su furia en tropel. La luna tirita de sombra tras las nubes oscuras, que arrebatan la negrura del cielo jugando al azul tenebroso de un gris amenazador. La naturaleza se enfada en el patio, removiendo cólera con las ramas de los árboles desguarnecidos de luz.

Gotas gordas, sonoras, verticales. Suena el redoble del agua en los cristales, que se dejan amedrentar por el viento. En el suelo, marcadas con cicatrices redondas, se ven las heridas imposibles de un agosto que parece querer terminar antes de tiempo.

El otoño lanza un aviso de relámpagos amarillentos que iluminan la bóveda celeste con pintura de destellos. Después, el ruido, un bramido de olas gigantes que rompen en las playas rocosas de tierra adentro. Asoman como tambores de guerra de una batalla etérea que se acerca enmudeciéndonos con su estruendo.

Todo parece perdido cuando el olor a tierra mojada se adueña de mi corazón. Quisiera salir para rendirme, para ver la lluvia desde abajo, para aliviar el sol anclado en este bochorno que se resiste al empuje del viento. Pero, sin saber por qué, deja de llover, para el ruido, se van las nubes negras y flota la luna de hilo en hilo en el mar de las estrellas.

Tal vez la mariposa no abrió del todo las alas. O, quizás, el desierto que se acerca con paso firme hizo una buena jugada para no dejarse vencer. Aunque me temo que, más bien, fue la Luna la que espantó el llanto con un soplo de entereza. De lo que parecía tormenta incontenible de chaparrón y aguacero, sólo queda un viento desapacible y espeso, que seca las huellas del agua, achica los ojos y se incrusta en el silencio.

Te comprendo bien, Luna. Estoy al tanto de tus mecanismos propios. Porque yo también, algunas veces, tomo aire con fuerza, ensancho el pecho y resoplo. Para estrujar la gota que empieza como lágrima y no consentir, de ninguna manera, que acabe en sollozo.

Y un instante después me queda, como a ti, un suspiro desapacible y espeso, que seca las huellas del agua, achica los ojos y ata mi voz al silencio.

Juego del azar

Ahora ni siquiera es una larva, la abeja que te asustará zumbando su ruido monótono al entrar por la ventana. Sumergida en el agua que anega el llano, sigue esperando la sal que se te derramará en la cocina, a que salga el sol enarbolando verano, para despojarla de su forma líquida.

Como duerme la brisa que se enredará en tu pelo cuando te vuelvas para mirarme, entre las olas del mar sin espuma que roza una caleta. Mientras, nacerá en un semillero, la menta que atrapará mis sentidos en tu hálito fresco cuando disfraces el deseo con un suspiro. Corre todavía, por el tronco de un ciruelo, el azúcar que moverá tu mano fría sobre mis dedos.

Aún está atrapado en la hoja de un árbol, el aire impaciente con el que te besarán mis labios. Viaja despacio, sin prisa, escondida entre las nubes, la gota de sudor que resbalará en mi frente cuando te desnudes. Estallará tu risa en cascabeles y rebotará su eco sobre paredes que todavía ni siquiera son ladrillo. Ahora son apenas un hilo, las sábanas que romperán con su vuelo de seda aquella figurita de cristal que hoy sólo es un puñado de arena.

Dónde buscarte, si el futuro siempre está en el aire. Somos naipes del castillo, polvo que gira en el baile de una veleta, gotas de un remolino que se pierde en el mar. ¡Es tan difícil el azar! Y la vida es tan incierta que nadie busca lo que encuentra porque nadie sabe lo que quiere buscar.

Pero mi corazón me ha convencido de que, aunque ahora parezca imposible, cuando tus susurros se agiten en mi oído y te envuelvas en mis brazos para dormirte, lo difícil se habrá vuelto sencillo. Todo lo inexplicable cobrará sentido y el juego del azar resultará tan evidente, que no te extrañará saber que empecé a quererte… mucho antes de haberte conocido.

Dama negra

Esbozó una sonrisa de triunfo cuando miró a los ojos del rey blanco y contempló en ellos el resplandor del miedo. Giró la cabeza hacia la torre que cubría el ataque indefendible que había urdido con destreza su jugador. Al fondo, en su lado del tablero, aguardaba su amado rey, flanqueado por las piezas mayores. Aunque el frenesí del asalto no le había dado oportunidad para el enroque, como acostumbraba a hacer en partidas más reposadas, parecía estar a buen recaudo entre sus tropas.

Todo se había desencadenado con inesperada violencia, cuando presionaban el lado de rey blanco atacando su alazán de guardia. Las blancas descuidaron su defensa y ella, curtida en mil batallas, no desaprovechó el error, encontró el resquicio y capturó la casilla clave en el momento exacto.

Su victoria estaba a un paso. Sólo tenía que desembarazarse de aquel estúpido peón, que aguardaba su destino irremediable de ser retirado del tablero en la siguiente jugada con una serenidad impropia de un plebeyo. Siempre odió esas demostraciones de entereza, ese abandono inconsciente a las manos del azar de aquellos seres creados, como ella misma, para el holocausto incruento de las partidas.

Un relincho conocido derritió su mueca pensativa y le hizo girar la cabeza con preocupación. Una torre blanca había irrumpido entre sus líneas desbancando el caballo que hacía las veces de parapeto. Pensó que era un jaque desesperado que sólo pretendía retrasar su movimiento final, una estratagema suicida de un ejército entregado a la derrota inminente. No se inmutó, cuando la caballería deshizo el entuerto sin encontrar resistencia.

Pero lo que ocurrió después, aún no puede creerlo. Jaques sucesivos, sacrificios encadenados milimétricamente fueron obligando al rey negro a tomar posiciones cada vez más desfavorables y expuestas. Ella, en el otro extremo del tablero, impotente ante los acontecimientos, se sentía inquieta porque, con el mate al alcance de sus manos, su sed de gloria le apretaba la garganta. Le apremiaba la necesidad de celebrar la victoria en brazos de su amado, allá después, en la caja, y el empecinamiento de las blancas no hacía más que retrasar su anhelado premio.

Cuando, cuatro jugadas después, cayó su rey a los pies de la reina blanca, tambaleándose de furia y herida con los celos del mate, ella lloró la sangre y la rabia contenida; lloró su esfuerzo robado y su sueño roto en mil pedazos. Lloró su desconsuelo y sintió en sus propias carnes de marfil tallado —¡qué despiadada maestra es la derrota!— que un buen ataque no es siempre la mejor defensa, que dentro siempre hay algo más que lo que asoma, que el corazón puede mucho más que la cabeza.

Y que en el ajedrez del corazón, como en el de la vida, las cosas nunca acaban como empiezan y siempre te sorprenden cuando terminan.

Misión

Uniformado con la luz especial que tienen los ojos que anhelan musa, armado hasta los dientes con mi canana de teclas y a lomos de un intrépido ratón arquero, me acerqué solemne hacia el estante en el que aguardaba quieto el diccionario.

Se oía murmullo de tropel en descalabro mientras lo transportaba hacia el gabinete de la pantalla pero, en cuanto se abrió, las palabras se ordenaron alfabéticamente y escucharon, en perfecta formación como hacen siempre, mi arenga desesperada:

—Necesito vuestra ayuda para una difícil misión, camaradas. El alto mando del corazón nos necesita para conquistar una mirada.

No hizo falta más discurso. Se adelantaron los verbos, ofreciendo modos y tiempos para emprender sus acciones inmediatas o reflexivas. Los pronombres y los artículos también se animaron enseguida. Las preposiciones, siempre tan predispuestas, lanzaron mil exclamaciones de júbilo. Los sustantivos y adjetivos tardaron algo más en unirse, debido a su dichosa costumbre de concordar en número antes de decidirse.

Los interrogantes, faltaría más, plantearon sus típicas dudas —quién, cómo y por qué— que, a duras penas, contestaron los determinantes, aunque dejando algunas sin responder. Y ya no quedó ninguna cuando empezaron a andar despacio los adverbios de lugar —allí, delante, lejos— al lado de los de tiempo —hoy, siempre, nunca—. Porque hay que saber… que el miedo puede servir de ayuda antes de dar el primer paso, pero no después.

A golpe de tecla, dispusimos las frases mejor coordinadas sobre el lienzo encarnado que subía y bajaba por la pantalla. Esparcieron los posesivos sus trampas por los renglones y se distribuyeron las rimas al fondo. Los párrafos se separaron un poco, para aclarar las ideas, para dar más sentido. Después, tan sólo, tensa espera de semántica nerviosa. Hasta que, al fin, al otro lado del horizonte, apareciste tú, emergiendo de las sombras.

Tu mirada hizo temblar todas las palabras y sacudió las letras. Las derritió el breve movimiento de tu pupila que tiraba a dar con su brillo inquieto. Intentaron resistirse un poco lo pronombres personales sembrando de dudas los significados; pero cuando decidieron tus labios romper el silencio leyendo palabras en voz alta, huyeron despavoridas las metáforas en desbandada, se desordenaron los versos y mi corazón cobarde, en incesante retirada, sólo supo tragarse los besos que no te lanzaba.

Parecerá derrota cuando regresen mis palabras, dentro de un momento, al limbo electrónico que hay detrás de la pantalla. Pero ellas confían y yo espero, que tus ojos retornen a subir y bajar por la colina encarnada para derrotarlas de nuevo. Con las palabras ocurren cosas extrañas —caprichos del azar— y nadie sabe con ellas cuánto se puede ganar aunque parezca que se va perdiendo.

Ando mal

Ando mal de astronomía y no sé si la luz que refleja esta noche la luna es un anticipo del sol que veremos mañana o un recuerdo pálido de la que nos iluminó ayer. O si, tal vez, esa luz es la que ahora mismo está poniendo día en la otra mitad del mundo. El caso es que su cara redonda ha aparecido esta noche maquillada como una geisha y baila en el cielo negro con su abanico de estrellas.

Ando mal de geometría y no atino a encontrar el ángulo que se precisa para ver el futuro en un mapa incierto. En vano busco la tangencia en tu seno, la longitud de tu onda, la torsión de tu asíntota sobre mi pecho. Atrás queda marcada, apenas lo recuerdo, la bisectriz extraña por la que doblaste mis sueños.

Ando mal de biología y me he atascado en mitad de mi metamorfosis, sin saber si morir mariposa o vivir gusano. Anhelo la fotosíntesis que tu luz me provoca a cada paso para dejarme todas las sinapsis erizadas y encendidas, derivando mi sangre a borbotones hacia callejones sin salida.

Ando mal de filosofía y la vida, que esperaba agazapada tras el verano, se ha apostado en una esquina para llenarme los pasos de zancadillas. Ando mal de matemáticas y no sé llevar la cuenta de las veces que los sueños se me desvanecen en mitad de una tormenta. Ando mal de ortografía y todos mis males llevan la hache intercalada en el hueco que dejas sobre mi almohada.

Ando mal de historia, de sociología, de geografía y de derecho. Ando mal de ingeniería. Ando mal, es cierto, no voy a negarlo, pero eso es lo de menos. Porque, de entre todos mis pasos vacilantes, de entre todos mis malos pasos, sólo uno me duele más que mi rodilla rota, sólo hay uno que lamento: que ando muy mal de prosa y, por más prisa que me doy, no soy capaz de alcanzar al verso.

Nadie lo hubiera dicho

Nadie hubiera dicho, cuando nos conocimos, que la balanza de tu corazón se inclinaría hacia el mío. Los gestos educados que esbozamos, no delataron la profundidad del desequilibrio.

Nadie hubiera imaginado que, echarnos de menos, era para ti un misterio y para mí un imprevisto. Que, esperar noticias del otro, era motor y freno, costumbre e instinto, necesidad y antojo.

Nadie hubiera adivinado nunca los sueños en los que nos tuvimos. Nadie hubiese acertado jamás el rostro que se nos aparecía en la oscuridad cuando cerrábamos los ojos. Nadie hubiese podido saberlo, ni siquiera nosotros.

Nadie hubiera creído que yo jugaba a quererte y que tú hacías lo mismo. Nadie hubiera predicho, ignorantes de nuestro asunto, que urdíamos la ocasión para volver a estar juntos.

Tanta gente que se cruza y se aleja, que resbala en los escalones de la memoria, que levanta el polvo del camino sin siquiera dejar una huella, y nosotros, sin previo aviso, sin esfuerzo, hemos bailado a través del tiempo la danza del porvenir.

¿Quién iba a decir, cuando nos conocimos en aquel sueño, que después vendrían un ciento y después otros mil?

Nadie sabrá explicar, cuando nos veamos de nuevo, que nuestro encuentro no habrá sido casualidad. Que nuestro abrazo, suave por fuera pero ardiente por dentro, no habrá sido un regalo caprichoso del azar.

Porque yo sé, como tú sabes, que el encuentro que tenemos pendiente, es un beso inevitable.

Marfan

Cuando me arranques el corazón del pecho y palpite extraño en tus manos, no podrás imaginar cuánto te lo estaré agradeciendo. Ni sabrás nada de mis ganas de vivir cuando veas que mi sangre corre, huye, por los tubos estériles de la incertidumbre.

Nada delatará, ni siquiera su quietud, la devoción con la que mis vísceras aceleren sus pasos temblorosos bajo la intensa luz de los focos. No me dolerá el frío arrasador de los instrumentos, cuando quieras marcar con heridas mi esperanza de vida, que resistirá intacta la embestida de los agujeros.

Amaré la máquina insistente que me impulse a respirar hinchándome el pecho con su cánula. Te llamaré, dormido, para que no desfallezcan tus dedos, para que no tiemble tu espada, para que te tengan en pie tus zuecos.

Ya empezaré a querer tu gorro verde, cuando tus ojos asomados a la mascarilla me miren fijamente y me hagan contar hacia atrás una despedida incompleta, que sólo tendrá sentido cuando despierte. Resistiré con el sueño todas las piruetas de la suerte, y las de la muerte, y las de la espera.

Y después, cuando vuelva atolondrado rezumando anestesia, sentiré correr sangre y suero por mis venas. Aunque me dolerá respirar, estaré alegre de escuchar el sonido electrónico de mi vida; adivinando las ondas indecisas que mi corazón dibuje en un aparato, mientras pienso, que tus ojos son los ojos que mejor me han mirado y más adentro.

No te escribo una carta de amor, cirujano de mi corazón. Es más bien una disculpa, un deseo vehemente. Porque espero impaciente que me hundas en el pecho tu bisturí de metal y antes quiero pedirte, después de todo tu esfuerzo, que me perdones si es que, al final, no despierto.

El esfuerzo del caracol

Horada el silencio de la madrugada con su llamada nerviosa, un grillo despistado, equivocado de estación, que no se bajó a tiempo del tren del verano y sigue su viaje solitario por entre las hierbas del patio, oculto en algún rincón.

Cruza un caracol las baldosas blancas y rojas a velocidad de crucero, dejando en ellas un reguero de plata que sólo la luna es capaz de delatar. Extraña excursión, mudanza casi, por el desierto de cemento hacia un destino incierto de hierba fresca, que sólo existe en su imaginación.

El gato del vecino juega sus bazas de galán primerizo sobre las ramas del níspero en inquietante equilibrio de piruetas arriesgadas. El jazmín renace del desastre del granizo, fanáticamente persevera y afronta de nuevo su interminable ascensión, interrumpida por las turbulencias de la tormenta.

Esta noche, veo locura por todas partes. Pulsión frenética, empeño de vida, que empuja a las criaturas a ir más allá de la supervivencia, más allá del instinto, más allá de la prudencia. El futuro se aparece con fórmulas químicas que enredan desde dentro, imperceptiblemente, la voluntad más escondida hacia los sueños.

Tal vez sea tu llamada, la luna, el espíritu de las cosas, la semilla de la duda o la fuerza del corazón. No sé, es posible que tal vez sea yo. El caso es que me arrastra la odisea del grillo, el esfuerzo del caracol, la voltereta del gato, la cuenta del reloj. Me quema el presente en las manos cuando, aporreando el teclado, te busco para gritarte que tienes que estar en algún lado y que todos los futuros son posibles.

Porque a pesar de mi desconcierto, y aunque parezca increíble, en mi interior también habita un aliento que insiste, un motor que me empuja hacia un pulso inacabable, una inercia invencible que me lleva hacia delante. Un instinto, una creencia, una locura que me impulsa a cruzar este patio de baldosas hechas con literatura.

Para dejar este hilo de plata que sólo puede delatar la luna en el parpadeo de unos ojos imaginarios, asomados al patio de las palabras desnudas.

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