Cuando me arranques el corazón del pecho y palpite extraño en tus manos, no podrás imaginar cuánto te lo estaré agradeciendo. Ni sabrás nada de mis ganas de vivir cuando veas que mi sangre corre, huye, por los tubos estériles de la incertidumbre.
Nada delatará, ni siquiera su quietud, la devoción con la que mis vísceras aceleren sus pasos temblorosos bajo la intensa luz de los focos. No me dolerá el frío arrasador de los instrumentos, cuando quieras marcar con heridas mi esperanza de vida, que resistirá intacta la embestida de los agujeros.
Amaré la máquina insistente que me impulse a respirar hinchándome el pecho con su cánula. Te llamaré, dormido, para que no desfallezcan tus dedos, para que no tiemble tu espada, para que te tengan en pie tus zuecos.
Ya empezaré a querer tu gorro verde, cuando tus ojos asomados a la mascarilla me miren fijamente y me hagan contar hacia atrás una despedida incompleta, que sólo tendrá sentido cuando despierte. Resistiré con el sueño todas las piruetas de la suerte, y las de la muerte, y las de la espera.
Y después, cuando vuelva atolondrado rezumando anestesia, sentiré correr sangre y suero por mis venas. Aunque me dolerá respirar, estaré alegre de escuchar el sonido electrónico de mi vida; adivinando las ondas indecisas que mi corazón dibuje en un aparato, mientras pienso, que tus ojos son los ojos que mejor me han mirado y más adentro.
No te escribo una carta de amor, cirujano de mi corazón. Es más bien una disculpa, un deseo vehemente. Porque espero impaciente que me hundas en el pecho tu bisturí de metal y antes quiero pedirte, después de todo tu esfuerzo, que me perdones si es que, al final, no despierto.
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