Esbozó una sonrisa de triunfo cuando miró a los ojos del rey blanco y contempló en ellos el resplandor del miedo. Giró la cabeza hacia la torre que cubría el ataque indefendible que había urdido con destreza su jugador. Al fondo, en su lado del tablero, aguardaba su amado rey, flanqueado por las piezas mayores. Aunque el frenesí del asalto no le había dado oportunidad para el enroque, como acostumbraba a hacer en partidas más reposadas, parecía estar a buen recaudo entre sus tropas.
Todo se había desencadenado con inesperada violencia, cuando presionaban el lado de rey blanco atacando su alazán de guardia. Las blancas descuidaron su defensa y ella, curtida en mil batallas, no desaprovechó el error, encontró el resquicio y capturó la casilla clave en el momento exacto.
Su victoria estaba a un paso. Sólo tenía que desembarazarse de aquel estúpido peón, que aguardaba su destino irremediable de ser retirado del tablero en la siguiente jugada con una serenidad impropia de un plebeyo. Siempre odió esas demostraciones de entereza, ese abandono inconsciente a las manos del azar de aquellos seres creados, como ella misma, para el holocausto incruento de las partidas.
Un relincho conocido derritió su mueca pensativa y le hizo girar la cabeza con preocupación. Una torre blanca había irrumpido entre sus líneas desbancando el caballo que hacía las veces de parapeto. Pensó que era un jaque desesperado que sólo pretendía retrasar su movimiento final, una estratagema suicida de un ejército entregado a la derrota inminente. No se inmutó, cuando la caballería deshizo el entuerto sin encontrar resistencia.
Pero lo que ocurrió después, aún no puede creerlo. Jaques sucesivos, sacrificios encadenados milimétricamente fueron obligando al rey negro a tomar posiciones cada vez más desfavorables y expuestas. Ella, en el otro extremo del tablero, impotente ante los acontecimientos, se sentía inquieta porque, con el mate al alcance de sus manos, su sed de gloria le apretaba la garganta. Le apremiaba la necesidad de celebrar la victoria en brazos de su amado, allá después, en la caja, y el empecinamiento de las blancas no hacía más que retrasar su anhelado premio.
Cuando, cuatro jugadas después, cayó su rey a los pies de la reina blanca, tambaleándose de furia y herida con los celos del mate, ella lloró la sangre y la rabia contenida; lloró su esfuerzo robado y su sueño roto en mil pedazos. Lloró su desconsuelo y sintió en sus propias carnes de marfil tallado ¡qué despiadada maestra es la derrota! que un buen ataque no es siempre la mejor defensa, que dentro siempre hay algo más que lo que asoma, que el corazón puede mucho más que la cabeza.
Y que en el ajedrez del corazón, como en el de la vida, las cosas nunca acaban como empiezan y siempre te sorprenden cuando terminan.
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