La plaza del Pilar se esconde del río, pero no puede olvidar su aliento. Un soplo húmedo que la recorre intempestivamente, como queriendo barrer las hojas secas que nunca podrá tener el suelo sembrado de árboles de hierro que sólo florecen al oscurecer.

Ahora, en esta mañana de domingo de un abril tímido e incipiente, el sol insistente va arrebatando, despacio, el hueco que ocupaba hasta hace un momento la sombra de hielo en los bancos del lateral.

A pesar de todo, tengo que encogerme en el abrigo cuando deambulo por las calles estrechas que hacen del viento otro río, más real, más abierto, que va anegando los huesos y achicando los ojos al frío.

No camino hacia ningún sitio concreto, sino hacia una hora. Un paseo por el tiempo en su avance parsimonioso, tal vez, una pérdida o una derrota. Me dejo resbalar en los minutos que me llevan impaciente a dibujar círculos en la plaza. Buscando, a ratos, sol que ahuyente todas las sombras, especialmente, las que llevo a cuestas allá por donde voy.

Tiembla en el bolsillo la hora exacta de la cita, seguida de tu voz por dentro de mi oído. Me miro desde arriba, solitario en mitad de la plaza, paralelo al río con la mirada perdida, con la voz emisaria, con las manos vacías.

No encuentro qué decirte. La barba blanca que me rasco con la otra mano como arma defensiva no es garantía de madurez ni símbolo inequívoco de la edad. Es sólo un disfraz del que es difícil despojarse, pero que resulta evidente cuando, al otro lado, notas que no sé cómo hablar.

Sin él, como ahora, me resulta imposible no sentirme tan absurdo, tan simple, tan adolescente… Y quisiera crecer deprisa, en un instante, y llegar a hombre antes de que se agote la conversación y estruje el móvil en las manos para no tenerte que decir adiós.