Su atuendo era elegante, adecuado. Su silueta, delgada y femenina, sin excesos aparentes. Sin ser atractiva, no dejaba de ser bella, agradable para la vista, allí, detrás de la mesa, en la tarima desde donde desgranaba su presentación.
Su voz, ni monótona ni agresiva, prodigaba una dicción perfecta, con una claridad poco habitual a mis oídos, que envolvía los sonidos en un timbre casi dulce. Ni insolente ni irónica, amable sin afabilidad, cercana, pero manteniendo una distancia prudencial con el resto de la sala.
No caí en la cuenta hasta que no hubo terminado, de que yo sólo la estuve escuchando como música de fondo, de que la miré sin prestar atención, como si ella no hubiera sido más que otro adorno de aquel salón.
Para cuando acabó su discurso, la suerte ya se me había multiplicado por dos. Y los tres emprendimos ese viaje habitual, que siempre es un retorno, hacia el lugar en donde la memoria nos acaba llevando, de risa en risa, para demostrarnos, ante nuestros propios ojos, que ya hace tiempo que somos otros, aunque nos sigamos creyendo los mismos.
Cuánta gente pasa inadvertida, indistinguible. Cuántos se cruzan, anónimos, sin que notemos siquiera el remolino del aire que van dejando. Cuántos viajan, efímeros, por el mismo camino, al lado, tropezando con los hitos incluso, y echándose la rodilla abajo, sin dejar ni tan siquiera un pestañeo como huella de su paso. Invisibles, extraños, como nosotros también lo fuimos, aunque yo ya casi no recuerdo aquel tiempo y me cuesta imaginarlo.
Y sin embargo, ahora, cuando nos vemos, retomamos el pulso en el mismo sitio en que lo dejamos, nos seguimos reconociendo. Posiblemente, más que por lo que vimos los unos en los otros o por lo que vivimos, por lo que echamos en falta cuando no nos vemos y por lo que recordamos haber vivido juntos.
Porque lo que une a las personas, mucho más que las grandes palabras, es lo doméstico, lo cotidiano, la rutina compartida. Las conversaciones sin hilo que acaban en madeja, los gestos de complicidad que nadie más entiende, las palabras espesas que sólo se desatan, tranquilamente, delante de una cerveza.
La noche fue imprevista, fantástica, bella. Con la belleza extraordinaria de no ser sorpresa, sino costumbre. No sé que más decir, que tuvo ángel y humor, que se palpó el espíritu de la ternura, que regresamos al zen. Que nos quedamos con ganas de más y que, seguramente, la echaremos de menos hasta la próxima vez.
Pero, acordarme de nosotros juntos, mirar hacia detrás y hacia delante, me convence de que, en este preciso instante, en alguna parte del mundo, queda alguien, invisible, que ahora no se puede ni imaginar que acabermos siendo amigos.
Desconozco el mecanismo que desplegará el azar, ni la potencia de la chispa que estalle, ni la fórmula de la alquimia desencadenante ni el hilo que nos unirá. Pero ya noto aquí, en el pecho, la misma suavidad, el mismo hueco, la misma inquietud que tengo cuando, de tanto en tanto y por casualidad, nos vemos y me salen de dentro las ganas de abrazar.