La noche fría y la luna llena han salido a pescar, a aprovechar la tormenta que revuelve la mar y airea sentimientos escondidos en la marea de los deseos que vienen y van, sin tregua, como olas empecinadas, insistentes y conspicuas.

Lo sé porque sigo atrapado en la red, perdidamente encontrado, boqueando versos por las agallas que no tengo, redondeándome los ojos en lo cuadrado de las pantallas. Y perdiendo escamas, se me va descarnando la piel dejando que salgan caricias pasadas de quienes, vete tú a saber, tal vez no supe querer a tiempo y con ganas.

Dulce tormento volver a sentir los anzuelos que no supe que había mordido hasta que no conseguí poner los pies en el suelo y noté, sorprendido, que me faltaba el aire que sobraba en la música del agua. Suave penitencia la de recordar miradas, la de volver a sentir besos perdidos, y ponerlo todo en cajas, entremezclando hileras de hielo y palabras.

Pero hay que saber que no todo el pescado está vendido. Siempre volvemos al mar porque, incluso después de estas noches tan viscosas y largas, la trama de la memoria abre agujeros en su red por donde, al final, tarde o temprano, todos los peces se escapan.

Y aunque me rompió el corazón, en honor a la verdad, tengo que declarar que tu anzuelo no dolió hasta que cortaste el sedal y me di cuenta, tendido sobre la arena, que es otro de los que no me quiero sacar.