Aparece húmedo y tibio, el viento es una lengua que se engatusa en mi oído. Me extravía el cuerpo con el vello puesto de guardia y me hace escuchar el estruendo del mar cuando enrosca caracolas en alguna playa.
El viento es la lengua del azar, el idioma de lo imprevisto, que nunca se traduce hacia delante sino hacia atrás. Trae un instinto del poder de la mariposa que vuelve loca mi veleta y me empuja a girar letras que no me llevan a ningún sitio.
El viento es una lengua de mar que entra sin avisar y me pone a bailar abejas que zumban por el patio con un vals de ruido negro y amarillo. Me levanta a barlovento las alas escondidas, hincha mis velas agazapadas en la rutina y, de paso, como travesura inocente, me enturbia las gafas y me revuelve el flequillo.
Lame caminos en la piel de la tierra y hace cantar a las hojas porque, el viento, es una lengua remota de la que pocos han oído hablar. Y pocos saben escuchar su lengua inquieta que da vueltas, de habla incansable, que me entra y me sale por la boca del cielo y me deja sin aliento y sin saber hacia dónde volar.
Quiero decir, que tu lengua es el viento del azar que recorre montañas en mi pecho y escala por mi espalda un sendero de escaleras que me atraviesa el corazón por el medio y de par en par.
Y digo también que tu lengua es el viento que me duele en la cabeza, jaqueca de pasar sin detenerte, que curas mirando atrás, hacia el levante del deseo. Tu lengua es el viento que se engulle este fuego que me arde tan adentro que sólo se puede sofocar con los hilos de lluvia dulce que son tus besos.
¿Es que tú no sientes, embriagándote esta tarde en el viento de abril, ese rumor casi infantil de lenguas incontenibles? ¿O acaso tú no recuerdas, también, cómo se nos afilaba en la cara este huracán imposible de lenguas febriles y desatadas?
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