Lo inolvidable no tiene fecha ni hora. Es, más bien, una sensación conocida y perturbadora que te devuelve, de repente y sin aviso, el detalle minucioso y exacto de lo vivido.

Por eso es que aún siento, entre mis dientes, el nudo de aquel collar; tu pulso acelerado que me late por dentro, el aroma dulce de tu cuerpo que se enreda en todas las brisas y tu voz, entrecortada, que me parte en dos la respiración contenida.

Noto tu pelo enredado en mis manos y tus ojos cálidos ardiendo en los míos con esa luz mágica, la que le da a la vida el color de los sueños, que vuelve a salir de ti cuando los cierro.

Lo inolvidable no tiene hora, ni día, porque no sucede ni caduca. Deja de ser recuerdo, ni olvido, ni sueño, ni sombra de duda, para formar parte de la verdad desnuda e indivisible de uno mismo. Y ya nada consiste en acertar con las fechas, que es un asunto anodino y vulgar, reservado a lo despiadado de las agendas.

Porque, desde aquel instante, cuando tus labios enjutos, tan cerca de mí, se abrieron para susurrarme al oído que te abrazara, abril se me hizo un libro infinito. Es tu nombre, el que está escrito en todas sus páginas.