Desde aquí, veo deambular pasajeros que cambian de trenes llevando a cuestas equipajes voluminosamente llenos de arena de su propio desierto. Miro impávido sus pasos desconcertados, que no saben si hacer caso al instinto básico de permanecer estáticos o a la pulsión inextinguible que nos empuja a cambiar de tiempo y espacio en cada tictac del corazón.

Algunas de esas personas, se alejan de mí sin decir palabra o, lo que duele más, dicen adiós con el imposible en la boca de conservarme a la misma distancia que cuando dijeron hola. Otras giran, sin parar, en su propia órbita, equidistando la longitud de su onda con mi centro escurridizo de gravedad.

Y, en este baile de abejas sin colmena, de tanto en tanto, alguna se me acerca hasta traspasar con letras el límite difuso que separa el aquí, el allí y el más allá. Para dejarme la sensación, que no sé si es real o imaginaria, de haber existido un instante en alguna anomalía fronteriza entre el trozo de sueño que llamamos vivir y la parte de vida que consiste en soñar.

Un instante que nos desubica del mundo cuando la memoria lo agiganta o lo achica, lo revuelve y lo transforma sin piedad, siguiendo su propia voluntad insondable, quién sabe si espiritual o tan sólo neuroquímica.

Un paseo único, minúsculo, por la voz de otra vida contigua y tan frágil como la mía. Un instante que hace crepitar el hielo que se me acumula sobre los hombros encogidos al frío de la existencia, en capas sucesivas de soledad.

Pero aquí, latente, esperando que el deshielo del tiempo acabe con el invierno de mi corazón, no puedo evitar la dolorosa sensación de estar anclado, de ir en un tren que no viaja, de no ser yo quien se mueve.

Sino que es la vida, esta otra vida, a donde parece no llegar nunca la primavera, la que, de vez en cuando, me va cambiando el decorado de la estación en la que ahora estoy parado… latente… mirando siempre hacia fuera.