Cansado, terriblemente cansado, agotado hasta la extenuación, estoy delante del teclado sin saber bien por qué.
Los párpados se rebelan a la luz de la pantalla que tengo enfrente, y noto mis pupilas inertemente planas. Los dedos se mueven autómatas, como si tuvieran cibervida propia, y no consigo saber hacia donde me llevan.
En esto, deja de oírse el ruido de las teclas, resbala mi cuerpo desmadejado sobre la espalda del sillón y tu imagen nebulosa se acerca a darme las buenas noches. Es la hora, estoy seguro, de perder la memoria volátil.
Pero antes, al apagar los aparatos, en un último esfuerzo que me cuesta tres bostezos y cuatro «hala, vamos», noto que un dedo me pulsa el botón del ombligo. Miro a la pantalla somnolienta hasta que se ajustan las pupilas y leo con sorpresa el mensaje que está escrito debajo de mi foto: «Windows te está cerrando…»
Y mientras apago los ojos, lo último que consigo es emitir un ruidito: din din don dinnn.