Practicando el aquí y el allí, he podido asomarme al río para ver su agua turbia y sentir su viento húmedo. Para observar, con ojos turbios también, la vida que me pasa de largo sin que yo pueda retener ni siquiera las gotas más cercanas.
La fuerza de la corriente sobre el azar del fondo forma resaltes, cordones, trenzas de agua que peinan el cauce. Los puentes parecen las manos de una sirena que deja caer sus dedos lánguidamente sobre el fluido que se empeña en llenárselos de anillos.
El viento agita la respiración mientras cala los huesos. Y aprieta en la garganta con el zumbido imparable de una soledad que te desdibuja del mundo. En la orilla, viéndolo correr sin descanso, no importa nada, sólo el río, sólo su tránsito persistente; tan sólo queda dejarse llevar por la corriente, por su energía descomunal y continua, que va haciendo navegar minutos por las manecillas, entre salpicaduras de agua.
Practicando el antes y el después, vuelvo a descubrir que no soy el mismo, que sólo soy un espejismo que se nutre de las costumbres adquiridas. Que no es que el mundo sea pequeño, sino que siempre llevamos a cuestas nuestro pequeño mundo y nos hace falta algo más que otro paisaje para salir de él sin perecer en el intento.
Porque practicando la realidad y el deseo, tristemente lo confieso, he podido saber que yo no he sido río, que no eran trenzas mis brazos. Como tampoco fueron nunca puente los dedos de tus manos.
Aunque sí te digo, lánguida y extraña sirena que siempre tuviste los labios en el mar y los pies en la tierra, que hay ojos por los que no quisiera, de ningún modo, pasar de largo como el agua turbia que todos los ríos se llevan.
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