La noche, según tú, estaba fresca, aunque para mí no; pero ya estoy acostumbrado a que nosotros dos somos cuatro: tú, yo, el frío y el calor. Si bien es cierto que, en las afueras, en la terraza de aquel bar, el relente que deja escapar la vega sobre las noches de verano es un arma de doble filo, que no muestra su verdadero poder hasta que ya te has ido.

En la punta de la lengua llevábamos agazapado el asunto, esperando la hora de los vasos largos y las confidencias. Impaciente, no supe cómo encontrar el momento, hasta que tú, con tranquilidad, me lo pusiste en la boca:

———¿Es que no me vas a preguntar?

Estaba deseando que me contaras pero, ya sabes lo raro que puedo llegar a ser, estaba en mitad de un ataque de pudor. Encuentro, a veces, entre nosotros, una extraña barrera de lealtad, y, en esos momentos, me cuesta encontrar la manera de bajar del pedestal en el que me subes.

Repasabas, nerviosamente, los anillos de tus manos mientras me ibas contando, con calma, todo lo que había pasado. Y si algo no me contaste, ya lo imaginé en tu sonrisilla de haber tocado el cielo y no saberse bajar de la nube.

Entonces, remataste el discurso con aquella mención a las mariposas que me dejó un poco preocupado. Porque, fíjate ahora por dónde salgo, yo no creo en la felicidad.

No creo en la felicidad, pero sí en el impulso que nos dan las alas de las mariposas cuando juegan a volar en la boca del estómago y forman un remolino que te deja sin aliento y una oquedad inexplicable en el pecho.

La otra tarde, en casa, mientras estábamos en la cocina, recordé aquella noche de verano y su conversación deshilvanada en la memoria. Más tarde, en el salón, al ver cómo trasteabas los anillos, hubiera querido preguntarte por la salud de las mariposas, pero no supe cómo. Como tampoco supe, torpe que es uno, dónde echar el agua para que se hiciera el café.

Es que, a veces, encuentro entre nosotros, una barrera invisible de lealtad. Pero, dime, ahora, aunque no estemos solos… ¿han echado a volar?