El ruido de la mañana se amortigua en los álamos cuando me encuentro y me pierdo entre los chinos del patio. Los duendes, entretanto, inventan mundos imaginarios en los que es difícil entrar sin el pasaporte de la fantasía desbocada.
Yo los miro ausente, inquieto, azotado por una extraña melancolía de ramas que verdean con hojas chiquititas y que se doblan al viento incómodo que viene del río.
El sol juega al escondite con las nubes, que cambian rápidamente de sitio para que no las encuentre. A veces, entre partida y partida, se para el aire y el sol encandila como una primavera asomada al horizonte.
Entonces llega el duende más alto, gritando mi nombre, seguido de su cohorte de ojos fascinados por el maravilloso suceso. Al llegar a mi altura, en mitad del patio, me enseña la palma de su mano ahíta de escarbar en los chinos, mientras los demás hacen gestos que atestiguan la veracidad del milagro.
—¡Mira! ¡Me han salido «brillares» en la mano! —dice gritando con todas sus fuerzas como si estuviese al otro lado del río, como si nos separase un huracán de distancia.
No he podido menos que sonreír ante la contundencia del anuncio y la belleza de la palabra en unos labios tan diminutos. Y, efectivamente, en su mano relumbraba el sol en el polvo de cuarzo de la grava que se le había quedado adherido.
—¡Vaya! Tu mano es mágica —que es una verdad de la que no me cabe ninguna duda— y con ella puedes sembrar estrellas. Pero tendrás que tener cuidadito para no perderlas.
Siguieron su paseo triunfal, enseñoreando «brillares» y abriendo bocas al asombro en todas las criaturas que transitan por la magia de la vida con pasos todavía pequeños. Hasta que al final se acabó el tiempo imaginario y las manecillas del reloj nos convencieron para recoger los trastos y ordenar la fantasía en una fila.
He seguido dándole vueltas a la palabra durante toda la tarde. Me he revisado mil veces, buscando en mis manos la marca de sembrador de estrellas, por si encontraba pistas de en donde me las dejé. Por si todavía, rebuscando, pudiera encontrar alguna.
En este otro patio de mi vida, ahora languidece la noche apenas sostenida por la luna. No, por mucho que busco, no encuentro «brillares» en mis palmas. Debe ser que se me cayeron todas las estrellas y las perdí para siempre en las tantas veces que sacudí las manos para decir adiós.
Y no puedo evitar la duda sombría de si el duende más alto también las perderá y se preguntará algún día en donde las dejó. Como yo estoy haciendo ahora, en esta noche tan fría para el corazón.