Prefiero que no haya prisa para las despedidas, pero, cuando llegue el momento, que sean cortas. Que no dé tiempo apenas a hacer cábalas sobre las ausencias que se avecinan esperando en la sombra.
Cauterizar la herida duele menos que dejarla abierta toda la vida. Los malos caminos hay que andarlos aprisa y, despedirse, es en el que más hay que correr. Cortarse las alas es mejor que llevarlas encima y no poder abrirlas después.
El desapego progresivo, al final, resulta más doloroso que un adiós emocionado y corto. Para el olvido existe cura, pero para la duda, no. Cortar los hilos de un tajo puede resultar muy duro, pero si no, siempre acaban quedando nudos para los dos, que se enredan en los nuevos hilos que se irán formando.
Pero además digo, porque soy contradictorio y absurdo, que también me gustan las despedidas largas, los abrazos profundos y sentir el paso de los segundos mientras veo como se marcha.
Y me gusta esa forma de irse yendo poco a poco, con parsimonia, de dar el primer paso y retrocederlo para añadir otra palabra que sobraba, de decir hasta luego y desdecirse ahora mismo con otro par de frases sueltas que no llevan a ningún sitio, de respirar hondo para decir lo mismo que se hubiera dicho sin respirar…
Ese modo de poner un punto, que nunca se sabe si será seguido o final, me hace arrugarme sobre mí mismo para sentirme intensa y estúpidamente humano.
Humanamente estúpido, contradictorio y absurdo, porque las despedidas que se alargan me dan tiempo a recordar que sólo se quiere a quien se ha perdido, que nos acabarán olvidando quienes nos despiden y que, cuando por fin nos decidimos a tomar la palabra, ya es tarde.
Lo verdaderamente terrible, es que el corazón se acostumbra a olvidar, aunque yo me resisto. Y, para que no sepas si prefiero las despedidas cortas o largas, antes de que sea tarde, lo que quiero es decirte que no te vayas.