El velo grisáceo que entra por el ventanal, el viento desapacible y espeso que aúlla incansable, el vaivén quejumbroso de los árboles en la otra orilla del mundo…

Este silencio acolchado en el aire, esta penumbra de ruidos que, cuando llegan enmohecidos, parecen no tener nada que ver conmigo…

Esta forma de empañarse los colores, la transparencia lejana de los recuerdos, que quieren mojarse en las gotas despistadas que van cayendo del cielo como sin agua…

Este transcurso viscoso de los minutos que parecen horas, el empeño solitario de volcar mi corazón en estas hojas del libro que va pasando por mí las páginas…

Las nubes de mi cabeza que me nublan en espiral, la manga larga de los espejos, lo impermeable de mi voluntad de no caer al vacío, la angustia de respirar el aire que necesito guardar para luego…

El octubre de mis ojos, este tenorio aterido que te susurra noviembres al oído para pedir comprensión. La nieve de las canas que se deja caer en diciembres sobre mis hombros y esta hojarasca de letras que se me van escapando entre los dedos a manojos…

Todo son avisos de que presiento el otoño, de que me tiene todavía inmerso, que voy un paso atrás en el camino… Todo son señales de freno, síntomas de frío, rasgos comunes de que hay suelto algún loco con el corazón entumecido…

En esta tarde interminable y gris de primavera, no acierto a saber, cuando mi espíritu se atraviesa con un ansia de ventanas, si es que me estoy contemplando por dentro o si sigo sin gana, mirando hacia fuera.