Es tiempo solitario el de la tarde que se cierra, el del cielo que se empaña a gris, el de las pupilas que se abren buscando la luz escondida en poniente. Pero a mí me gusta ese instante de luz tenue, ese lapso de tiempo en que el hilo blanco y el negro consiguen llegar a un acuerdo de apariencia.

Ese es el momento geodésico de voluntad más perezosa, cuando comienzan todas las inmersiones melancólicas en el horizonte. Ese es el punto que siempre elijo para empezar mis viajes al infinito y hacer cabriolas en el aire.

Porque, entonces, a nadie hago daño cuando vuelo todo lo alto que puedo. No sufren de vértigo mis pasajeros en el despegue, ni tienen que aprenderse las salidas de emergencia de mi sueño, ni importan los pies de altura cuando alcanzamos juntos la velocidad de crucero.

Ni siquiera tú sabes cuándo te invito a surcar mis sueños. Ni siquiera yo sé, qué forma tendrán las nubes que atravesaremos. Pero ambos sabemos, que no hay que abrocharse el cinturón, que es mejor dejárselo suelto; que no habrá más turbulencias que las que dicte el deseo, las de mis manos ansiosas, mariposas de dedos que te acarician al vuelo y aterrizan en tu piel.

Hace ya tiempo que adopté esta costumbre gozosa de soñar despierto, aunque sé que puede parecer rara. Me impulsaron aquellas palabras tuyas. Era ya tarde, de madrugada, y yo sólo te dije la verdad de mi mente pastosa: que no es posible dormir cuando se está contigo, ni siquiera un poco.

—Y a tu lado —me respondiste con un piropo—, es imposible no soñar.

En eso confío cuando entorno los ojos a la luz de la tarde que se va apagando. En que sea imposible soñar y no seguir a tu lado.