Apenas tengo recuerdos de Granada. Debe ser porque sigo viviendo en ella y tan sólo la ausencia de las cosas enciende el fulgor insólito de la memoria. La transito indolente, olvidado de la tierra que piso y de quienes la anduvieron antes conmigo.
La miro a todas horas sin verla, porque la llevo en el blanco de los ojos cuando los cierro. Sólo los forasteros de ojos vírgenes saben echarme en cara el error terrible de no buscar lo que se tiene alrededor y no se capta más que desde lo simple.
Apenas tengo recuerdos de mi casa. La palpo todos los días con la misma ansia de refugio que me secuestra en sus paredes sonámbulas. Me rozan en sus estancias todas las horas de la vida y llevo grabados, en un pliegue de las pestañas, los ruidos imposibles de su espíritu estático.
De vez en cuando, vienen extraños de ojos lejanos, que son los únicos que me pueden apuntar en las pupilas que está torcido aquel cuadro, que esa baldosa no es tan solitaria y que ha envejecido el sofá más que la moneda que se cayó dentro, como en un bolsillo imaginario.
Apenas tengo recuerdos de mi infancia. Debe ser porque aún vivo en ella y no han tenido tiempo de secarse las fosforescencias de su tiempo pasado y traspasado de inocencia. O porque la tengo a mano, cuando la extiendo al vacío, en un gesto cotidiano de mirar lo imposible y perderme en lo vano.
Algunas veces, voces que antes lo fueron de niños huecos de ojos claros, me avisan a destiempo de su efecto contrario, del dolor de la vida dormida tanto tiempo esperando y de que, las lágrimas, ya no me dan saltos ni cuando aterrizo de golpe en el suelo, tropezando.
Pero de ti, corazón, de ti, todo lo que tengo son recuerdos. Debe ser porque ya no te tengo, porque me lates sin ruido, sin alma, sin deseo. ¡Quién supiera buscarte, a mi lado, y salir a tu encuentro con los ojos profundos, interminables y lejanos de un forastero!