Exactamente silencio era lo que había. Pero no esa clase de silencio que te corta la respiración y te zumba en los oídos con el aire de un arco en tensión a punto de soltar la flecha.

No, más bien era silencio ruidoso, de esos sin palabras, de esos en los que manda el grafito de las cabezas concentradas. Silencio de taller, en el que el sonido de las sillas y el papel girando sobre la mesa no te molesta para escuchar lo que piensas.

El niño de los ojos verdes, en un parpadeo de la mañana, me miró desde tan abajo como siempre para decirme, en su lenguaje, que tal vez música era lo que faltaba.

———¿Por qué no cantamos la canción de las luces?

La verdad es que no tenía previsto cantar en ese instante pero, además, me sorprendió la propuesta. De todas las canciones que alguna vez habíamos cantado, no recordaba que ninguna hablase de luces. Por lo menos así, especialmente.

———No sé qué canción dices. ¿Yo la he cantado?

———Sí ———me responde———, muchas veces. Era una canción para levantar las luces.

Mi cerebro de adulto gestiona los recuerdos de otro modo, más lógico quizá, pero menos fresco. Y gestiona la imaginación de otro modo, más absurdo quizá, pero también más atado a la realidad. No tenía ni idea de cual era esa canción sobre el asunto tan raro de «levantar luces».

Conozco canciones de animales, de estaciones, de corro y pasacalles. Estribillos de carnaval, canciones de excursión, cantinelas, trabalenguas, retahílas y, cómo no, las de las series de dibujos animados que salen en televisión. Pero, esa no me sonaba de nada.

———Sigo sin acordarme. ¿Por qué no empiezas a cantarla tú para que vea la que es?

———No me la sé ———y aquí me aplastó con su lógica aplastante———. Por eso quiero que me la cantes.

Entonces, al fondo, el niño de los ojos despiertos levanta la vista del cuadernillo y abre la sonrisa de empollón que se las sabe todas, al tiempo que suelta el lápiz sobre la mesa.

———¡Ah, ah! ———dice canturreando como para darse importancia——— Yo me la «sabo». Es una «mu» chula.

———Pues venga, cántala ———le dije yo, deseando salir de las ascuas y a punto de cavilar sobre cuestiones de edad y memoria. Pero el chaval tardaba en arrancarse y tuve que animar———. Vengaa… ¡Empieza hombre!… ¿O es que no te la sabes?…

Yo esperaba una canción infantil, un cuento a medias, una poesía trotona de soles y mariposas, la historia de una bombilla… Pero me tuve que agarrar a la silla para no caerme de risa cuando empezó a cantar:

———Annnn daaaaaa…. luu uu uu uu cessssss…. Leee vannnnn…. ta a a arossssss…

Cada paso que damos, cada segundo que transcurre, algo le ganamos a la vida. Pero, al mismo tiempo, también hay algo que vamos perdiendo, como el oro que, al labrarlo, va soltando esquirlas que eran, en sí mismas, tan hermosas como la medalla que resulta al final. Como una perla, que al bruñirla suelta esas capas adheridas que la hacían ser única entre todas, mientras que, ahora, es indistinguible de las otras que se esclavizan en el collar.

Nunca imaginé, cuando era pequeño y tenía toda la vida por delante para ser futbolista, médico o bombero, que acabaría siendo un orfebre que talla diamantes y ríe perlas.