Todo eres tú en estas tardes brillantes del otoño recién llegado, cuando el sol blanquecino besa los cristales que dan al patio y el cielo palidece, destiñendo el azul del verano por este otro más gris y más lejano, en el que sólo se atreven a nadar algunas nubes erráticas.
Todo eres tú cuando los rayos oblicuos reconfortan la piel y se me cierran los ojos, encandilados y perezosos, abrigándose con el runrún del aparato encendido en el salón solitario.
Todo eres tú, intangible, cuando giro los sueños de medio lado sobre el sofá imaginario que me sujeta a la vida. Cuando resbala mi mano hacia la caída abierta que mis muslos cálidos han ido dejando, mientras se acurrucaban para dejarte el espacio que acabas de rellenar.
Me sujetas la cabeza para que no resbale del respaldo, me recorres con tus manos de sirena, de sur a norte y de pierna a pierna, desencadenando la avenida de una sangre prófuga y aferente, que no acepta más salida que el orgasmo contenido o la vigilia permanente e intempestiva.
Todo eres tú y yo te noto, al ir despertando, entre la niebla de los ojos, en el peso de los párpados, en la endeblez de las piernas. La tarde, ya marchita, hundiéndose con el sol predispuesto a hincar la rodilla en el horizonte, se vuelve más viscosa con cada tic de las manecillas que laten en el reloj. Y tu presencia intuida se va retirando, dejando agujeros por los que la más densa de tus ausencias me atraviesa de lleno.
El paso fugaz de este instante que, a ojos de los demás tan solo tomó la forma de un parpadeo, ha consumido un universo completo. Todo lo todo que antes eras tú otoño, rayo, giro, espacio, luz, se ha vuelto a convertir en nada de nada, sombra de ruido, niebla de olvido, humo de vida Y ya sólo puedo encontrarte aquí, en estas simples palabras vacías.
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