Así pues, regresar es también difícil. Quizás, incluso más que irse, porque requiere más maniobra, es un proceso más delicado y tiene peligros que no se ven.

Volver significa reencontrarse con dos fracasos, con el que dejamos al irnos la primera vez y con el que traemos a cuestas. Nos acecha el peligro de justificarlos, de no dejar nunca de tenerlos presentes, de estar en inferioridad de sentimientos.

Además, hay que andar con pies de plomo, y eso es pesado, cansino y frustrante. Mirar con lupa en donde se asienta cada paso, para no tropezar con las huellas falsas que dejamos, espejismos que creemos haber dejado; para no recorrer de nuevo el mismo camino que nos hizo huir.

Tocar a la puerta y esperar que haya alguien, que te den permiso para entrar, como a las visitas, pero queriendo quedarse, analizando la posibilidad de no sentirse extranjero en donde ya alguna vez estuvimos como en casa.

Más peligros se ciernen, porque uno tiene la primera impresión que todo está como estaba, y no, nunca pasa, nada es igual aunque parezca lo mismo, todo cambia, todos cambiamos y lo cambiamos todo.

Hay que deshacerse de los que fuimos, para que no interfieran, pero, al desaparecerlos, vemos que se esfuman también la razón y las ganas que pusimos de parte del regreso. Porque lo transcurrido alarga su sombra y lo sucedido entre el antes y el ahora no parece nunca tener fin.

Entonces rumiamos continuamente el peso de las acciones, el volumen de las ausencias, la anchura del dolor. A veces son los demás quienes nos lo exigen, pero siempre nosotros mismos. ¡Y es tan difícil justificar con la cabeza correcta lo que hicimos con el corazón equivocado, o viceversa!

No queda más remedio, al fin, que llegar a un consenso con las ausencias y los recuerdos, remendar las fotos rotas aunque se les note el arreglo, hacer otra copia de las llaves del armisticio y fumarse por dentro la pipa del «nunca más». Desempolvar la palabra cariño y estar dispuestos a perdonarse y a perdonar todo lo que decidimos dar por desaparecido.

Así pues, es muy difícil regresar, porque nunca se sabe cómo, ni a dónde, ni con quién; y porque te das cuenta de que el mundo no se está quieto, sino que se mueve, que esta sensación de brevedad, de estar en tránsito, es lo único que no es pasajero, lo único que no es fugaz.

Lo mires como lo mires, querer volver es refugiarse sin saber hacia donde ir. Pero lo que más me cuesta admitir, sabiendo como sé que regresar es imposible, es que yo te dejara marchar cuando tú, eso decías, ni siquiera querías irte.