Los pies ciudadanos apenas distinguen los resaltes del suelo. Los zapatos engullen los matices del terreno y los ojos, que siempre miran a lo lejos, no aciertan a distinguir los huecos invisibles de la tierra que sólo el agua desvela.
Nunca se nos ocurrió imaginar, allá, bajo el sudor del verano, que justo ahí, precisamente, nacería un charco. La lluvia prolongada rellenó de tintines envueltos en agua ese lugar que hasta ahora era un impensable lago minúsculo.
¿Cuánto durará el agua en el charco? Nadie sabe. Puede que dependa de la tierra en la que está sembrado, del calor que haya alrededor, de que el viento sople para secarlo o del tamaño de los pies que chapotean en él.
Puede parecer, entonces, que nada importa el hueco ni el líquido, que todo se evapora antes o después. Pero la tierra seca que antes fue charco mantendrá debajo de la piel otro tacto, otra vida. Aun cuando parezca haberse ido el agua y nadie la pueda ver, su efecto permanecerá soterrado, esperando una salida.
Yo, en este caso, me inclino a pensar que el agua durará para siempre en el charco. Sí, sí, para siempre. Porque los dos son uno sólo, una esencia continente y contenida. De tal modo que, cuando desaparezca la última gota de aquella, en ese preciso instante, éste dejará de serlo, para volverse de nuevo tierra seca engullida por ruedas y zapatos.
Nadie pudo jamás imaginarlo, ni siquiera tú, ni siquiera yo. Hay lluvias finas —¡que extraordinaria constancia la del agua!— que no se entienden hasta que no se está empapado y se siente el ataque de una tos persistente que, abriendo huecos en el pecho, nos impele hacia la incredulidad de que alguien nos haya salpicado.
Hace un momento no estaba ahí, no he oído el tintín silencioso acumulándose dentro, porque no esperaba que ocurriera y andaba mirando para otro lado. Pero la pregunta es la misma… ¿Cuánto durará tu corazón en mis manos?
Yo, en este caso, me inclino a no pensar, a mantener las manos juntas y a empaparme despacio de tu lluvia y de la del azar.