Algunas ausencias se convierten en instantes fugaces que corren por la memoria con signo intermitente, abriéndonos de nuevo los ojos de niño que teníamos tan cerrados.
Todas las ausencias son breves, aunque hay veces que las sentimos pasar sin ruido, como un suspiro que se agota en sí mismo, como una respiración que se congela, al reino interminable de lo definitivo.
Es tan sólo un paso para el ausente, una obligación preconcebida que espera una cita nebulosamente anunciada. Una certidumbre que se aproxima mal creída, mal sentida, mal esperada.
Tan sólo un paso, un viaje diminuto hacia la vuelta de la esquina, que empieza con un estertor y acaba sin poder sentir la propia frialdad de las manos. Pero para nosotros es una larga lucha con y contra el olvido, según y sobre la tristeza, hacia y desde la nostalgia, hasta, para y por el camino de rellenar el depósito sin fondo de la vida.
Y, sin embargo, a pesar de su longitud y de su anchura, todas las ausencias son breves. Todas encuentran asiento de ventanilla por donde asomarse, todas siguen ocupando tiempo y espacio en el corazón. En todas tenemos emisario dispuesto a traer noticias y en todas hay sitio donde apostarse para disfrutar de las luces y los olores que descubrimos guardados en un rincón.
De lo enjuto de las ausencias, de lo reseco que uno se queda, el trago peor, aunque lo parece, no es la despedida. Sino la rabia, el golpe, el temblor y la ira de saber que, mañana mismo, sin haber despertado de la pesadilla, tendremos a mano la certeza de que hay muchas otras ausencias a la vista.
Pero… ¿sabes? Todas las ausencias son breves, todas se convierten en instantes que se traga el vértigo de la vida. Por eso ahora y siempre lo más importante, lo que no admite espera, es que me levante, que te levantes conmigo, y que sigamos, entre ausencias, defendiendo la alegría.