El amor más apasionado, el odio más profundo, incluso la indiferencia más cruel, siempre empiezan con un saludo cruzado.

Después las cosas derivan, a golpe de timón o en derrota consentida, creando instantes distintos que se funden en la memoria, trazando caminos paralelos o disjuntos que se recorren o se imaginan.

También el azar interviene colocando montañas o granos, vados o verjas, cuestas y llanos. Dibuja ventanas y puertas, y las abre o las cierra para que haya corriente y se pueda pasar de una a otra. Pero lo que no permite, nunca, es que anden todas abiertas.

Yo tampoco diría «yo tampoco» si volviera el momento que no volverá. Es muy débil consuelo para mañana, cuando llegue la hora señalada —en la que siempre te veo entrar de puntillas— y vea que ya no estas asomada.

Siempre serás bienvenida a esta hora repetida, en la que parece pasar todo sin que ocurra nada. Como también esperaré siempre tu visita aquí, en donde suceden las cosas, a cualquier hora real o imaginaria. Pero, si vienes algún día, elige bien el momento. Porque, si aciertas a llegar del brazo del instante preciso, te advierto que es posible que no resultes intacta.

Porque el amor más confuso, el odio más complaciente, la ternura más brillante de la imaginación, e incluso la indiferencia menos indiferente, suelen empezar —siempre— después de que suceda un adiós.