Como una ráfaga potente que aturde un poco, como un destello breve que embota la cabeza, siento que llega la marea de las palabras. Dormido o despierto, tomando café o conduciendo, no puedo quitármelas de la cabeza. Todo lo que miro, todo lo que hago, las aumenta y las hace más potentes.
Allá donde desvié la mente están ellas, esperando, acechando como lobos para no permitirme ninguna distracción del proceso. Se presentan sin avisar y me sorprenden a cualquier hora.
No puedo retrasar el efecto, una fuerza interior me obliga a pensar con los dedos y a buscar con ansia indefinida un teclado o un papel. La tinta se abre paso con un caudal inconstante, mientras me resuenan en el interior vocablos vacíos que yo mismo relleno.
Jamás distingo si voy hacia delante o hacia atrás. Sólo sé que escribo, de costado a costado, palabras prestadas durante un instante. Alguien me las dicta, alguien que no soy yo. O si lo soy, debo reconocer que no me reconozco.
Llegan como pegotes, sin forma, y me van dejando residuos en las manos. Me manchan de mundo, a mí, que vivo en las nubes…
Lo subo todo, con cuidado para que no resbale, al torno que espera impaciente y blanco tantas veces amigo, tantas otras adversario, mientras intento averiguar qué mensaje me traen encriptado y de qué mundo. Descifro lo que puedo, siempre inseguro del resultado, y compongo un poco el cuadro que me sale.
Algunas veces eso presiento sé que te devuelvo el mensaje completo, que eras tú la voz que me dictaba en la distancia. Pero otras, no sé… Hay muchas otras veces que no me entiendes, que no te entiendo, que no puedes hacer tuyas mis palabras.
Entonces pasas de puntillas por el texto, ni frío ni calor, pensando en que puede haber otros labios escondidos. O que me afecta el otoño y me estoy volviendo cursi. Y yo me defiendo, a veces, con la máscara del humor y, a veces, trascendiendo un poco sobre un argumento fútil.
Y todo para confesarte por si aún no te habías dado cuenta a estas alturas, que no sé escribir como yo desearía, ni como tú quisieras. Que sólo escribo como puedo, como me sale, como yo mismo me dejo; con el único sustento razonable de que tú sí sepas leerme como quiero.
Aunque siempre arrastro esta impresión, impresa y triste, de que nunca he sabido decirte lo que te digo.