Las piezas, indistinguibles a primera vista, aparecen revueltas unas con otras. Una masa informe de teselas que usa una táctica antigua para esconder secretos. Los deja a la vista, pero partidos en trocitos que sólo cobran sentido si se colocan en el sitio adecuado.

Me gustan los puzles porque hay que mirar en cada suspiro de materia hasta el último detalle. Las partes se convierten en la máscara del todo, cubiertas a su vez por los matices de los colores, que responden de distinto modo a la luz que entra por la ventana según la hora en que se dan.

La forma de los bordes, rígida o sensual, despierta una cierta elasticidad dormida cuando se acercan al sitio preciso. Los límites de las piezas parecen fundirse, cobrar sentido, ampliar la frontera de lo conocido pero dejando que el misterio se expanda alrededor.

Hay que escrutar los detalles pequeños, como en la vida, y entender en ellos el mensaje que descifran y guardan al mismo tiempo. La sorpresa de parecer iguales y ser tan distintos cuando, tratándolos con mimo, oscurecen o despejan el paisaje en el que están inmersos, incrustados, silenciosos, implícitos.

En cada pieza acariciamos el puzle completo, que vibra en el misterio de ser descubierto; al mismo tiempo que se inventa a sí mismo en otras manos. En otras manos y en otros ojos, que actúan como espejos en los que mirarse.

Y después sucede la extraña catatonia, la sensación ineludible de que, además estar completando el puzle, es el puzle el que te va componiendo a ti, pieza por pieza, haciéndote ver con claridad las cosas cotidianas que antes nunca viste.

Darse deprisa ahoga el misterio en el crepúsculo incesante de los días. Por eso me gusta tanto que te des a trocitos, poco a poco, que te imagines y me dejes después imaginarte, un poco más completa, distinta cada vez, de ningún otro modo posible que cambiante.

Y en el orden de las piezas que me vas dando —sí, quizás todavía no te hayas dado cuenta—, en ese orden concreto y minucioso en el que te entregas, a mí me conviertes, también, en trocito pequeño de ese puzle revuelto y esponjoso que, algunas tardes de frío, lluvia o sofá, desearías tener a mano para poderlo contemplar.