Mañana será un día largo, de esos interminables que empiezan en la cabeza antes que en los pies y que se arrastran después, casi con cadenas, hasta el final de la semana.

Me preocupa no dormir bien, no llegar a tiempo a la salida del sol, no soportar las esperas. Me angustia el aburrimiento, la apatía que me invade desde este preciso instante.

Y que la viscosidad de los asuntos inútiles me deje residuos en el ánimo cuando llegue a casa, ya tarde, sin tiempo siquiera de frotármelos, aunque sólo fuera con una lectura interesante.

Mañana irá trascurriendo a golpe de volante, a golpe de reloj, a golpe de rutina, desgranándose ante mí como un gran racimo de uvas. Unas más grandes, otras más menudas, irán rodando despacio hasta escurrir la última gota del jugo que, más allá de la tarde, acabará siendo zumo, vino o vinagre.

Ya tengo la espera definida, lanzada la ansiedad de terminar lo que aún no ha empezado. Largo será el día de mañana, sí, pero mucho más larga me parece siempre la víspera.