Hablábamos del miedo. Esta tarde decías —ese es el más interesante atractivo de internet, el de incrustar con naturalidad lo asíncrono en lo cotidiano— que andabas como esperando que te ocurriera algo malo.

Luego, ya sabes, los paréntesis que se abren siempre acaban por cerrarse. O dejan puntos suspensivos en el aire hasta que se vuelve a coincidir.

Conducir me convierte en un objeto móvil pensante. Un mecanismo vegetativo se encarga de ponerse al volante mientras que yo dirijo el viaje por mi propio mundo, lejano siempre, consiguiendo —enorme triunfo para un hombre— hacer dos cosas a la vez.

He visto, al pasar, el coche averiado con sus luces naranjas que palpitaban, estresando la carretera con la angustia propia de no saber lo que está por ocurrir. Con la fantasmal figura fluorescente de los chalecos rayados, que tienen la dichosa costumbre de sembrar incertidumbre en la oscuridad.

He parado a preguntar con la mirada, por si podía hacer algo, pero el conductor estaba hablando por el móvil y me ha dicho con gestos que gracias, que estaba todo resuelto. Y he seguido atravesando la noche, volviendo a conducir en mis pensamientos.

A la vuelta, ahí seguía todo, esperándome, detenido. Parecía el escenario de una película listo ya para el rodaje. El hombre me ha reconocido al pasar y me ha saludado. Como si me estuviese esperando

Como si todo me estuviese esperando. Como si las cosas estuvieran ahí, latentes, expectantes a mi paso. Como si todo —el cielo, la luna, la distancia que nos separa y nos une— existiera sólo para mí y fuese yo solo, sólo yo, quien les ocurre.

Y he llegado a casa pensando otra vez en el miedo, en que existe, en que sus efectos son palpables y los reconocemos. Y en que quisiera saber si realmente sólo tú y yo somos los únicos que lo sucedemos.