Lo he notado enseguida. He reconocido el ruido impactante que hacen los hilos al romperse, la explosión minúscula que sucede después, el vacío apagado que queda detrás.

Un estruendo de caracolas cayendo por las escaleras, una fuga de palabras atropellándose en las tardes de noviembre que no volverán. Un desasosiego profundo de sirenas varadas en tierra, un espacio abierto que no se puede cerrar porque no tiene fondo ni forma ni energía.

Ha sido un presentimiento, un instante de esos en los que todo aparece claro, como cuando los secretos dejan de ser lo que son para transformarse en espuma. Ha sido un temblor de la existencia sacudiendo el nudo que se deshace cuando chocan en el interior de un instante un siempre y un nunca.

Se ha roto la noche en dos, en dos partes desiguales, en dos trozos tan cercanos como distantes, que se unen y se separan en los bordes redondos y sutiles de la luna.

Siempre y nunca son palabras terribles que deshacen en mentira las verdades del corazón. Pero es cierto, puedo jurar que he sentido —como nunca—, que la noche se rompía —para siempre— en dos. Tú y yo.

¡Qué vértigo de brumas, qué espejismo de alfileres, qué tristeza tan absoluta he notado al pensar que, de todo lo que —nunca— fuimos, ni siquiera las palabras —siempre— quedarán!