El día después siempre aparece brillante y luminoso, suavemente contradictorio. Según la estación en que suceda, el sol apretará las tuercas del mediodía o, simplemente, se dedicará con una pincelada sutil a expandir la tibieza hasta el mismo borde de la sombra.
Resulta extraño, pues en nuestra cabeza, de repente, se refleja el estado del cielo abierto, gris o indeciso cuando el viento se convierte en el ruido de fondo que envuelve el transcurso de los días y el paisaje nos rebota en los ojos sosteniéndonos la mirada.
Tal vez lo de ayer la cordura exige excusas razonables fue una pesadilla, un mal sueño, una alucinación que no ha ocurrido nunca. Seguro que no te entendí lo que decías, que no supe explicarme bien, que aún quedan muchas cosas por las que luchar y que la luz del túnel está más cerca de lo que parecía.
¡Se ve todo tan claro, entonces! Las sombras de ayer no caben aquí y se difuminan bajo este cielo diáfano y turquesa. Da la impresión de que todas las promesas pugnan por cumplirse y no dejar deuda que saldar. Y, mientras las botellas se medio llenan, las opresiones del pecho convienen en alejarse y dejarlo libre.
Pero, en cualquier estación en la que suceda, el día después como la felicidad, como la alegría, como el amor, no dura nunca lo suficiente. Se acuesta antes de tiempo y sólo nos deja una vaga sensación amable, un recuerdo huidizo y borroso, la melancolía imposible de volver atrás y la impaciencia de soñar, hasta el día después siguiente, con el amor, con la alegría o con la felicidad.