La palabra beso es verdaderamente hermosa, sencilla de escribir. Con la mano del lado del corazón, el índice —como si empezáramos un libro— acomete el movimiento inicial de labios juntos.

Después, el dedo central gira su cabeza ligeramente y extiende toda su longitud sobre la tecla e, alargándola si fuera preciso mantener el pulso. El anillo, o su ausencia, silban en el dedo que se reclina, un instante más tarde —o quizá en el mismo—, soltando el aire que se tenía guardado muy adentro.

El círculo lo cierra el dedo simétrico, en el espejo de la otra mano, dejando los labios redondos, perdidos, esperando completar el silencio con ese leve chasquido trémulo que sucede al contacto. ¡Qué hermosa palabra! ¡Qué trazo más sencillo!

Es tan dulce la palabra así compuesta ———beso, beso, beso——— que se regala en toda ocasión y se acepta, además, sin remordimientos. Se la concedemos a los conocidos y a los extraños, a quienes palpamos muchas veces y, también, a los seres intangibles del espejo, de los sueños o del tiempo que nos atravesó alguna vez.

No sé si será que, el grafismo simple de su tinta electrónica, me recuerda tu rostro acercándose por la nariz, tus ojos entreabiertos a la dulzura y el cruce sinuoso de la lingüística encerrada en dos bocas a punto de trazar un instante redondo. O que las yemas de mis dedos recuerden, al teclearla, la posición exacta del anclaje que estrenaron en tu cintura intacta de espuma y aire.

Adoro la palabra beso, me gusta mucho, seguramente más que ninguna otra. Pero el caso es que hay noches como ésta, vacías y sin luna, en las que no sabes cuánto me gustaría ———beso, beso, beso——— sentirla en los labios y no tenerla que escribir nunca más.