Por la senda de las luces, por el camino de las rayas blancas guardianas del viaje, la luna llena empezó a ocultarse entre las nubes silenciosas y grises hacia las que me dirigía.
Apenas transcurridas veinte luces, la noche empezó a dejar un mensaje Morse de gotitas en el cristal, alargadas unas por el viento y otras redondas por la gravedad, en el que no supe descifrar todo el silencio pasado que se iba quedando hundido.
No fue la lluvia la que vino, sino que fui yo quien salió a su encuentro, cada vez más monótono, más espeso, atravesando el aguacero que me recibía ladrando paciente y alborotado, como si regresara indemne de un destierro sin final.
La noche se me fue restregando, espachurrándose, haciéndose líquida, deformando el paisaje en una acuarela lívida que derramaba los colores y las formas sobre el paisaje.
El vaho acudió, como una niebla en el espíritu, pintando fantasmas donde antes hubo casas y semáforos, cuando la algarabía de agua sonaba ya con ráfagas de desolación. Ni un sólo ángel apareció en bienvenida cuando el aire agrio acertó a despejar mi mirada, perdida en el interior.
Hubo que volver, desandar el camino con las manos vacías, despedirse de la tormenta envuelta en alfileres de plata que me recibió completamente abierta de ruidos. Mientras, en la huida que llamamos retorno, los charcos, al paso aplastante, chillaban su orgullo herido escupiendo en las aceras.
Poco a poco, de regreso, el ruido de agua se convirtió, primero en rumor; luego en eco entrecortado que hacía chirriar esos dos hilitos negros que siempre bailan en el cristal con un ritmo cansino y cansado de sonámbulos despiertos.
Ya en casa, intentando evaluar los desperfectos, trazando las huellas, nada hubo que delatara lo sucedido, ni siquiera una humedad. Como mucho, algún suspiro apagado que parecía, o bien un pago por el esfuerzo del viaje baldío, o bien un alivio recobrado.
Esta es la historia, simple, sin recovecos, una historia fugaz que no dio tiempo ni para que una manecilla acariciara a la otra con esa indiferencia tan posesiva de quienes se han visto ya tantas veces en el mismo sitio.
En apariencia, todo apunta a que estoy relatando la leyenda de un aguacero que sucede afuera. Y aunque no fue la lluvia la que vino, bien podría haber descrito una tormenta interior. ¡Se parecen tanto las tormentas que suceden en ambos lados del corazón!