Esta noche, las hojas del níspero son cascabeles de aire muertos de brisa. El frío interior, aquí abajo, acolcha la estampa gélida de la sonámbula llena, escoltada por su séquito de estelas de luz de mundos antiguos.
¡Está todo tan quieto! El suelo, el cielo, el inmenso vacío de este patio… Hasta el rastro sutil de los pensamientos se detiene, por un momento, sobre un instante lejano.
No siempre estuvo así el otoño. También trajo vendavales que sacudieron el mundo de las copas de los árboles. Y tormentas de luces y ruido, relámpagos de ojos y lluvia fresca de tacones en el pasillo.
Pero ahora, como una tensa calma que siempre antecede al vertiginoso hilo de la vida, todo está quieto, tan quieto: el suelo, el cielo, el inmenso vacío de este cuarto… Hasta el corazón envejece inmóvil, latente, deshojado.
Puedo presentir, en ese viento que espero, el principio y el fin de otro círculo. Entretanto, me es imposible evitar que mis dedos vacíos, dibujantes de humo, se resequen en estos días caducos. Ni que se me desmoronen, después, con el tacto amarillo.