Andaba esta tarde pensando en hablar de la lluvia, del paisaje que se destiñe en ella, de la acuarela en que se licua la noche sobre los cristales de luces de la ventana.

Andaba buscando el espacio oportuno para colocar las letras en su sitio, aun a sabiendas de que, al leerlas, me las moverías de un lado para otro, agitando su contenido para mirar en el fondo y encontrarles otro sentido.

Para hacerlas tuyas o, tal vez, para devolvérmelas luego envueltas en un solo gesto sobreentendido. Para transformar su semántica en sintaxis, sublimar el contenido y usarlas como nexo entre sintagmas de complementos distintos.

Pensaba muy seriamente, esta tarde, en hablar de la lluvia, del otoño recién caído de hojas, del pésimo estado de ánimo del cielo y de algunas otras cosas cursis y melancólicas.

Aunque me he dado cuenta a tiempo de que, ahora que llueve, ya no tiene sentido hablar de la lluvia, que es mejor verla caer, mojarse con ella y dejar para la memoria el recuento de todo lo llovido y el espejismo de lo que queda por llover.

Así que tendré que inventar otra cosa con la que rellenar este instante, en el que sólo me apetece acurrucarme contra el sofá, sin mirar a ninguna parte, y dejar que se me pasen las letras mientras noto, desde la ventana, con qué extraña mansedumbre aparecen, tan plácidas, estas noches en las que me llueves.