Una colección de instantes

diciembre2024 (Página 3 de 4)

Demasiada tarde

Suave brisa apuntando a poniente resbala por la tarde húmeda. El sol, escondido entre los nubarrones, no acierta a encontrar un claro en el que exhibirse. A ratos llueve con furia; a ratos, se disuelven las nubes.

Suave brisa, que sacude los frutales del patio removiendo en ellos la melancolía de gotas. Todas las criaturas se esconden de la intemperie y el paisaje se convierte en un desierto de agua. El otoño trae tiempos grises y descorre con ellos el velo borroso de la soledad adormecida.

Suave brisa, que delata el paso antiguo de las horas muertas. Chapotea la calle con brillos de plata el atardecer mortecino que se desparrama. Las sombras avanzan, ya sin la cautela del verano, y se adentran en las casas mucho antes de invadir el campo.

Será la noche la brisa suave que te traiga de la mano sobre mis hombros encogidos. La que despeje las brumas de la estancia solitaria con un soplo apenas de sonrisa encendida. La que te atraiga al umbral descarnado de mi conciencia indecisa.

Será la noche la suave brisa de tus besos, el remolino de tus manos alisándome el pelo, el calor de tu piel aterida que se engarza en mis dedos. Será la noche la que me acerque a tu regazo, a veces real, a veces, imaginario.

Será la noche. Pero aún queda mucha, mucha, demasiada tarde para eso. Y entretanto… ¡Qué inquieto siento el corazón! A ratos late con furia. A ratos, se disuelve en las nubes.

Relatividad

Desde que no estamos juntos —quién sabe si nunca lo estuvimos y la vida siempre es sueño—, ha cambiado todo mucho. Nada puede detener el avance del tiempo. Ni nada puede interponerse cuando el meticuloso engranaje lejano de los astros remueve, a saltos, todos nuestros desplazamientos al rojo.

No he olvidado tu piel; pero, las huellas que me recorrían de norte a sur en la palma de tus manos, han dejado de hervir en la superficie y han iniciado un viaje sin retorno hasta lo más profundo de mi corazón aletargado.

Tus besos tibios, de espuma que estallaba en mis labios, son ahora fantasmas de aire que ansío respirar de nuevo. Su brisa no me alcanza y, por más despacio que me muevo, no consigo hacerlos resucitar a tiempo.

Hemos cambiado de sitio y la distancia de los abrazos se ha convertido en la inmensidad de un calendario ondulado que antes nos mecía suavemente en sus altibajos y que, ahora, se retuerce en días concretos que esperan inútilmente un reencuentro; que ya no es una victoria, sino un regalo agridulce del azar.

Sólo el hilo de tu voz viaja más rápido que el recuerdo y renueva los cabos sueltos de este paisaje solitario del corazón. En mi propia teoría de la relatividad y el asombro, tu voz despierta paradojas mientras pienso que ya no estás, que hemos cambiado mucho. Es cierto y, sin embargo, en el instante tan breve en que me alcanzan a toda velocidad tus palabras, otra vez parece que te tenga a mi lado y que nunca hubiera cambiado nada.

O será que tu voz es capaz de ensancharme el corazón y achicar el espacio.

Entre el hola y el adiós

Entre el hola y el adiós no transcurrió más que un suspiro. Un instante estirado por sueños de futuro dulce que arremetían una y otra vez sobre la orilla de la realidad, mojando su arena y removiendo el fondo.

Pareció un soplo la retahíla de besos, una brisa el vaivén de las manos engarzadas. Parecieron poemas tus labios sobre las páginas estremecidas del calendario, que fueron ardiendo, alegres, una tras otra, en las ascuas de un otoño imperecedero.

Sucedió una nube, un remolino de polvo, una niebla sobre los ojos en la que apenas se distinguía nada más que a locos desafiando cordura. Bocanadas de espuma traspasaron la frontera de la piel haciendo espirales de deseo incontenible. Se transformó en invisible el humo de aquel fuego abrasador en donde aún se derriten los recuerdos.

Todos los momentos que quedaron en la memoria parecieron durar un suspiro. Entre el adiós y el siguiente hola, parecerán ahora transcurrir siglos.

Visita

La verdad es que tu sonrisa sigue llamándome a los ojos, me sigue abriendo las ventanas del corazón para que le entre aire fresco. El mismo aire, el único que alborotas con el pelo cuando te quitas el abrigo. Tenerte a distancia de abrazo, ya lo sabes, no me resulta sencillo.

La verdad es que sigues moviendo las manos cuando me hablas. Y no dejas de moverlas nunca, dibujando palabras a contraluz de una tarde rota escapándose por la ventana. Zarandeas en ellas la taza mientras la sujetas con tanto mimo, que terminas convirtiendo la porcelana en un ovillo.

——No me puedo quejar, ¿y tú? ¿qué tal?

Te observo de reojo para que no veas mi mirada. Para que no te asustes y te vayas corriendo. Para beberte a sorbitos de luz callada y encontrarte desprevenida. Para que no puedas ni siquiera sospechar que mis ojos bailan como locos con tu recital de cercanía.

——Perdona, ¿qué decías?

Te sientas en el borde mismo del asiento, sin cruzar nunca las piernas, para que no pueda olvidarme ni un momento de que no te quedas. Bajas con parsimonia la barbilla y besas el té perdiendo la vista en la pared, en la mesa, en la esquina del mantel…

——Es una pena que tengas que irte tan pronto…

La verdad es que todo sucedió sin imprevistos, bien ceñidos al guion de la cortesía. Frío incluso, como temiendo testigos apostados. La verdad es que hubiera deseado que volviera aquella locura desatada, aquella fiebre infinita, aquel solo de arpa de tus manos en las mías.

La verdad siempre se nos quedó un poco corta, un poco vacía. Tal vez, esta noche, necesite echar mano de una mentira.

Garabatos

Agazapado en el sillón verde, jugando a escuchar de nuevo palabras ya consabidas, me conquistó la blancura del folio que asomaba por debajo de las revistas.

Embarqué sin demora mis ojos en su superficie límpida, inmaculada, que me pedía a voces un bautismo de grafito. Mi espíritu se abalanzó sobre las dos dimensiones abiertas hacia una travesía de trazos arbitrarios; un cierto azar conocido guiaba mis manos por los blancos senderos que aparecían ante mis ojos atentos y ensimismados.

Las rayas del lápiz atravesaron una nieve plana, un mar quieto. Entretejí un laberinto paralelo, ensayé una firma gigantesca, descendí hasta los bordes del precipicio de la impaciencia. Absorto en los trazos imprevisibles de una mano artista, salí huyendo del mundo en el que estaba y me perdí de vista.

Cuando terminó la reunión, volvió la realidad poco a poco, casi como despertar de un sueño. Un poco avergonzado de mi ausencia, justo antes de salir de la estancia, en el quicio de la puerta, volví atrás la vista y no pude evitar una sonrisa al darme cuenta de que enfrente de cada silla, sobre la mesa, todo el mundo había dibujado en un papel su viaje de ida y vuelta. Ninguno estuvimos allí. ¡Cómo me hubiera gustado, entonces, entender el idioma de los garabatos!

Desde entonces no dejo de pensar que, ahora, teclear, en este instante, es emprender una aventura, es enseñarte los trazos caprichosos de otra singladura imaginaria y tener la osadía de invitarte a subir a bordo. Dibujar caminos en la pantalla mientras vuelo lejos sin saber a dónde quiero volver.

Quizás, cuando veas mañana en tu ordenador este garabato, te asome al borde de los labios una sonrisa irreprimible y te rías de mí pensando: «Otro que tampoco estuvo aquí».

Y no te faltará razón. Garabatos son lo que escribo. Garabatos son, lo que más me gusta escribir.

Aire

Su voz mimosa endulzó el aire que atravesaba. Lo impregnó de misterio adormecido, de sorpresa grata. Palideció la luz de la distancia, que se reflejaba sobre el espejo con brillos de ayer guardados en la memoria.

Bebió de aquel aire para respirar palabras. Pasó despacio por sus pulmones, le ensanchó el corazón, movió sus manos. Los dedos sobre el teclado pintaron acuarelas de colores. Contuvo la respiración, mientras la flecha de la pantalla hacía blanco en el botón que abre de par en par el mundo desde una ventana.

Alguien recorrió la pintura de sus palabras y la transformó en sonrisa. En sonrisa suave, inesperada, de esas sonrisas mudas que parecen pedir a gritos que se acorten las distancias. De esas que sólo puede mantener despierta la melancolía de los recuerdos.

Fue imposible no quererla interrumpir con un beso. Se apretaron los brazos, los labios se entreabrieron esperando respuesta y, después de un instante infinito, se desataron las lenguas. Sólo transcurrió un susurro, el calor de una piel aún palpitaba en la otra, y su voz mimosa endulzó el aire que atravesaba.

Aún sigue bebiendo de aquel aire, para respirar palabras.

Casa vacía

Cuando abro la puerta, al regreso de una jornada monótona y cansina, las paredes del recibidor parecen apartarse, dejar paso, alegrarse de la visita. El silencio sale al encuentro y me recoge los trozos descosidos del alma con una extraña placidez amable. Converso con los muebles en un idioma aprendido de miradas solitarias y la casa vacía respira aliviada, por fin, de dejar de estarlo.

Colgar en la entradilla los aperos del trabajo es como volver a tomar posesión de tu propia vida. Limpiarse las manos de mundo, sentirlas libres y tenerlas dispuestas para uno mismo. Comprimir el infinito en dos plantas, activar la lupa de lo cercano y respirar intimidad. Bajar al camerino en el entreacto y olvidarse un momento de la obra, del autor y de la escena.

El pitido de la tetera, insistente, agudo, rectilíneo, no es capaz de romper el silencio, sólo sirve para adornarlo. Para dar la voz de alarma y cortar el tiempo en daditos que se echan en la taza que remuevo continuamente. La música que suena desde el aparador tampoco lo ensucia ni lo detiene; más bien lo duerme, en las notas que van deshaciendo, poco a poco, el envoltorio de rictus solemne en el que traía guardado el corazón.

Pero no, no todo es apacible. Echo de menos el ruido cóncavo de tus besos, el trajín suave que trae tu baile de pasos simples encaramados en la escalera, la burbuja de tu risa que explota en colores desde la puerta. O un murmullo tranquilo, ruido de calma, de esos a los que convida la vida corriente.

A veces, el silencio se me ondula en la garganta y me asfixian las palabras que quedaron atrapadas en los dientes. Suben y bajan por el pecho fantasmas antiguos vaciando el aire, enturbiándome la mente. Miro al precipicio de la memoria con los ojos desencajados, atrapado en terreno de nadie, con un corazón rebelde que anuncia retirada.

Y me hundo en la tristeza de aquel silencio de palabras. No hay silencio más triste que el que está repleto de palabras. Como aquel, cuando yo no supe escuchar lo que me decías y tú no quisiste mirarme a la cara.

Adiós es una palabra que siempre trae silencios bordados en un doblez de la manga.

A veces no me entiendes

Cuando te prenoto ahí, en el envés de la planalla, intento darte una explicancia de mis sentiverdades. Conmenearte un instante, tizar un hilo que dose la cabezoide y el corazoneo, esmanzanar que se filen mis lapabras en tus tespañas.

Reautobuso en mi adentror más proderrito el sentido de las cosas que me trascruzan en cada momentez, para transredactarlo en el distante que nos mansujeta tan jelos y avallarme cuanre menos.

Pero no sé que ocuzta que, cuanre tercavas de leerme, siempost me miracionas con ésicos ójulos de no estar encolgando nada. ¡Es infactible! Pa jaroces me nonece, que en lagur de leer lo que estamizo, café incompras mis lapabras.

Lobonque resé que, pa jaroces, no me encuelgo ni mismor.

Ni yo tampoco

Cuando te presiento ahí, en el envés de la pantalla, intento darte una explicación de mis sentimientos. Conmoverte un instante, trazar un hilo que una la cabeza y el corazón, esperar que se borden mis palabras en tus pestañas.

Rebusco en mi interior más profundo el sentido de las cosas que me traspasan en cada momento, para transcribirlo en la distancia que nos mantiene tan lejos y acercarme cuando menos.

Pero no sé qué ocurre que, cuando terminas de leerme, siempre me miras con esos ojos de no estar entendiendo nada. ¡Es imposible! A veces me parece, que en lugar de leer lo que escribo, te inventas mis palabras.

Aunque reconozco que, a veces, no me entiendo ni yo.

Simetría

Delante de la pantalla, mirándome al espejo, alcanzo a ver los reflejos del yo que puedo ser. Es un ejercicio insólito, una imagen difusa de mensajes embotellados que flotan en la deriva del tiempo. Un océano electrónico que moja todas las costas, pero que sólo encuentra playa en aquellas orillas que se dejan ver al trasluz de otras señales de humo.

Soy yo mismo, puzle desparramado en los renglones, quien se reconstruye, bit a bit, con las piezas de otros. Es un proceso ambiguo y sorprendente: dulce y triste, áspero a veces. Encuentro simetría en las palabras, vacilo en todos los abismos que abren los espacios en blanco. Me detengo un momento, respiro silencio, en cada suspensión de puntos consecutivos…

Cronometro el eco, bebo infusión de gente remota y cercana, exprimo el jugo de una vida inexistente sobre el universo de tus palabras. Me veo escrito en otras circunstancias, visto de mi talla tus apariencias. Me embebo en otros mundos, que hago míos al tocar la primera letra, y vivo historias que tal vez hayamos soñado juntos. Es entonces cuando noto que, aunque de lejos, siempre te tuve cerca.

No me cansa encontrar preguntas para mi falta de respuestas, ni me aburre el ejercicio intermitente de disentir y estar de acuerdo. Pero lo que me mueve es la curiosidad y el asombro de esta simetría del espejo. Este andar desperdigado en los renglones de otros, esta transfusión de memorias y sueños, parpadeante a intervalos, que se acelera conforme avanzan los versos.

A los dos lados de las palabras tropiezo con mi propio yo. Porque he descubierto que, detrás del brillo, no hay en el espejo simetría más exacta que la del corazón.

Y no puedo evitar esta emoción del estallido de las teclas, esta sombra de inquietud, que me lleva a creer que, en aquello que escribo, sin querer, también andas —y andas bien— reflejándote tú.

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