Agazapado en el sillón verde, jugando a escuchar de nuevo palabras ya consabidas, me conquistó la blancura del folio que asomaba por debajo de las revistas.

Embarqué sin demora mis ojos en su superficie límpida, inmaculada, que me pedía a voces un bautismo de grafito. Mi espíritu se abalanzó sobre las dos dimensiones abiertas hacia una travesía de trazos arbitrarios; un cierto azar conocido guiaba mis manos por los blancos senderos que aparecían ante mis ojos atentos y ensimismados.

Las rayas del lápiz atravesaron una nieve plana, un mar quieto. Entretejí un laberinto paralelo, ensayé una firma gigantesca, descendí hasta los bordes del precipicio de la impaciencia. Absorto en los trazos imprevisibles de una mano artista, salí huyendo del mundo en el que estaba y me perdí de vista.

Cuando terminó la reunión, volvió la realidad poco a poco, casi como despertar de un sueño. Un poco avergonzado de mi ausencia, justo antes de salir de la estancia, en el quicio de la puerta, volví atrás la vista y no pude evitar una sonrisa al darme cuenta de que enfrente de cada silla, sobre la mesa, todo el mundo había dibujado en un papel su viaje de ida y vuelta. Ninguno estuvimos allí. ¡Cómo me hubiera gustado, entonces, entender el idioma de los garabatos!

Desde entonces no dejo de pensar que, ahora, teclear, en este instante, es emprender una aventura, es enseñarte los trazos caprichosos de otra singladura imaginaria y tener la osadía de invitarte a subir a bordo. Dibujar caminos en la pantalla mientras vuelo lejos sin saber a dónde quiero volver.

Quizás, cuando veas mañana en tu ordenador este garabato, te asome al borde de los labios una sonrisa irreprimible y te rías de mí pensando: «Otro que tampoco estuvo aquí».

Y no te faltará razón. Garabatos son lo que escribo. Garabatos son, lo que más me gusta escribir.