Una colección de instantes

junio2024 (Página 2 de 3)

Viernes

Parece ser que hoy es viernes, eso dicen cuando pregunto, pero los días no tienen marca visible cuando el sol los pare medio dormidos. No es que lo dude, digo yo que lo sabrán de buena fuente, como todo lo que saben cuando le dicen a los demás lo que deben hacer.

Pero el caso es que la mañana ha transcurrido como la del lunes, liviana, monótona. Con un cielo indeciso entre descargar viento o agolpar nubes en el cuadradito que se ve desde la ventana.

La tarde por el contrario, ha sido tarde de domingo. Sobremesa de sábado y, después, el sol cayendo lentamente sin paracaídas sobre las montañas del patio. Algún ruido disperso de niños, como los martes impares, pero nada más.

Y la noche, no sé, pudo haber sido jueves. No he sabido distinguirla de tantas otras noches fronterizas entre la soledad y la melancolía, aunque puede que sí haya tenido huellas más frescas, sueños más recientes en el escaparate de la luna. Pero las fantasías revividas, cuando hacen cosquillas en la piel de este silencio que cae de nuevo alrededor, nunca revelan su origen mundano ni dan nombres ni fechas.

Puede que sí, que sea viernes, no digo que sea falso, no me importa. De lo que estoy completamente seguro —mis manos temblarían si no, mi corazón saltaría por los aires y mis brazos extraerían aire fresco de entre las sombras— es que el día de hoy no ha tenido ni un sólo minuto de miércoles.

Trocitos

Las piezas, indistinguibles a primera vista, aparecen revueltas unas con otras. Una masa informe de teselas que usa una táctica antigua para esconder secretos. Los deja a la vista, pero partidos en trocitos que sólo cobran sentido si se colocan en el sitio adecuado.

Me gustan los puzles porque hay que mirar en cada suspiro de materia hasta el último detalle. Las partes se convierten en la máscara del todo, cubiertas a su vez por los matices de los colores, que responden de distinto modo a la luz que entra por la ventana según la hora en que se dan.

La forma de los bordes, rígida o sensual, despierta una cierta elasticidad dormida cuando se acercan al sitio preciso. Los límites de las piezas parecen fundirse, cobrar sentido, ampliar la frontera de lo conocido pero dejando que el misterio se expanda alrededor.

Hay que escrutar los detalles pequeños, como en la vida, y entender en ellos el mensaje que descifran y guardan al mismo tiempo. La sorpresa de parecer iguales y ser tan distintos cuando, tratándolos con mimo, oscurecen o despejan el paisaje en el que están inmersos, incrustados, silenciosos, implícitos.

En cada pieza acariciamos el puzle completo, que vibra en el misterio de ser descubierto; al mismo tiempo que se inventa a sí mismo en otras manos. En otras manos y en otros ojos, que actúan como espejos en los que mirarse.

Y después sucede la extraña catatonia, la sensación ineludible de que, además estar completando el puzle, es el puzle el que te va componiendo a ti, pieza por pieza, haciéndote ver con claridad las cosas cotidianas que antes nunca viste.

Darse deprisa ahoga el misterio en el crepúsculo incesante de los días. Por eso me gusta tanto que te des a trocitos, poco a poco, que te imagines y me dejes después imaginarte, un poco más completa, distinta cada vez, de ningún otro modo posible que cambiante.

Y en el orden de las piezas que me vas dando —sí, quizás todavía no te hayas dado cuenta—, en ese orden concreto y minucioso en el que te entregas, a mí me conviertes, también, en trocito pequeño de ese puzle revuelto y esponjoso que, algunas tardes de frío, lluvia o sofá, desearías tener a mano para poderlo contemplar.

Acorralado

Me tenías en vilo, atrapado en tu tela de araña, enrollado en la persiana de tus ojos, de tal modo, que subía y bajaba en ellos cuando los abrías y cerrabas tan despacio.

Pude huir, es cierto, pero ¿a dónde? ¿Hacia dónde se puede huir cuando tus pasos los guía la curiosidad de quedarse? ¿Cómo esconderse para que no te pueda encontrar quien uno ha imaginado, con tanto detalle, que casi parece real?

Traté de despertarme, lo juro. Me pellizque en el muslo, en la cara, en las redondeces del sueño que me atravesaba. Noté un dolor sordo de pinchazos de realidad, pero lo ahogaron tus palabras en mi oído, tus gemidos, tu manera de acariciar.

Me sentía como un pulso herido, acorralado contra tu ausencia. Por eso tuve que besarte ——¡tantas veces!—— en legítima defensa.

Víspera

Mañana será un día largo, de esos interminables que empiezan en la cabeza antes que en los pies y que se arrastran después, casi con cadenas, hasta el final de la semana.

Me preocupa no dormir bien, no llegar a tiempo a la salida del sol, no soportar las esperas. Me angustia el aburrimiento, la apatía que me invade desde este preciso instante.

Y que la viscosidad de los asuntos inútiles me deje residuos en el ánimo cuando llegue a casa, ya tarde, sin tiempo siquiera de frotármelos, aunque sólo fuera con una lectura interesante.

Mañana irá trascurriendo a golpe de volante, a golpe de reloj, a golpe de rutina, desgranándose ante mí como un gran racimo de uvas. Unas más grandes, otras más menudas, irán rodando despacio hasta escurrir la última gota del jugo que, más allá de la tarde, acabará siendo zumo, vino o vinagre.

Ya tengo la espera definida, lanzada la ansiedad de terminar lo que aún no ha empezado. Largo será el día de mañana, sí, pero mucho más larga me parece siempre la víspera.

Esperante

La espera comenzó… bueno, no sé, ya ni me acuerdo, porque una sucede a la siguiente. Se encadenan en un ciclo interminable que, al cabo de poco tiempo, deja de tener principio.

Observaba la trayectoria de los coches, de los transeúntes, el reflejo epiléptico del cartel luminoso de la farmacia sobre el mármol pulido de un portal vecino.

Es hora de que cierren las tiendas y las persianas producen una estridencia de cuchillos que da por finalizada la vida, como si todo se volatilizara en el recuerdo para volver a aparecer por la mañana.

Pasa el hombre con el perro —o quizá sea al revés—, la muchacha con coleta y cinta en el pelo echa a correr con un ritmo cansino de uno dos. Se abre el monstruo insaciable de la basura para deglutir otra bolsa en el sonido acolchado de su garganta profunda.

Un coche se para, justo a mi lado, y una pareja desciende discutiendo a voz en grito, como si nada o nadie les pudiese escuchar. Seguramente, ni siquiera ellos mismos. El portazo metálico acaba con el lanzamiento de palabras y se pierden en la esquina cogidos del brazo.

Poco a poco, el tráfico se va quedando en un solo hilo de luces, para terminar en goteo mínimo; al mismo tiempo, dejan de transcurrir vidas andantes por la calle. Una moto enfadada de tanto en tanto, alguna pareja que se besa en la sombra que la copa del árbol proyecta desde la farola, una ambulancia de regreso… Y poco más.

El barrio se adormece, como si de un ser vivo se tratase, como un organismo complejo que sólo mantiene las pulsaciones exactas para saber que sigue vivo. Yo también me dormiría con gusto a pesar de la postura incómoda, porque la espera es la única arma que siempre consigue doblegar al insomnio.

Pero la pesadez de los ojos, el esfuerzo de mantenerlos abiertos contra todo pronóstico, me enciende otra vez el pensamiento hasta que veo, claramente, que la vida es una multitud de esperas consecutivas, deseosas de un porvenir que, unas veces, llega tarde, y otras se anticipa y nos pilla por sorpresa.

Los minutos ya se han vuelto jirones de tiempo que se me van cayendo a pedazos sobre los ojos, sobre las manos, sobre las teclas que rechinan este ansia de llegada, esta necesidad de soledad compartida.

Ya no sé ni desde cuando, ni cómo, ni por qué. Ni siquiera puedo precisar qué es lo que estoy esperando apostado en esta esquina. Pero, por más veces que mi cabeza me incita a marchar, mi corazón no se mueve de la cita.

Y aquí sigo, espera que te espera, esforzado atleta de la vida vegetativa, esperando, esperante, esperado, esperanzado y desesperanzable, mientras se me van pasando las horas y los días por delante.

Paisaje sin sol

Como cuchillos rasgan el aire estas gotas ateridas que el otoño impele sin avisar. Se presentan sin más, sin haber escrito el aviso correspondiente en un cielo lleno de nubes pintadas de gris.

Al contrario, el día amaneció absurdamente manso, sin ofrecer ninguna pista de lo que se traía entre manos. Imagino que allá, en lo alto del cielo, las gotas escondidas sonreían con la emoción del reencuentro inesperado.

De pronto una avenida, una congregación de nubes negras tapando el sol por completo y, al instante, campanitas cruzadas sobre los cristales emborronando el paisaje hasta el límite mismo de lo oblicuo.

La tristeza también llega de pronto, como un mareo del corazón, como un espejismo negro. El día amanece absurdo y mansamente nos conduce hasta la soledad de algún rincón.

Uno esperaba sol, compañía de letras que ahuyentara fantasmas conocidos y, si no nuevos, que trajera otros menos vistos. O pantallas de fiesta en la alacena de lo imaginado o sintagmas copulativos en la alcoba del renglón.

Pero se nublan los pasos, se enturbia la distancia cuando estaba a punto de llegar al sitio preciso y los problemas más aventureros se abren un hueco por el que trasiegan granos—montaña desde el mundo exterior hacia lo que tenemos más adentro.

Es difícil llegar a tiempo, darse cuenta de los síntomas y mandar señales de auxilio que las gotas no ahoguen en el trayecto. Pero quizás se pueda, sí, se puede cambiar la táctica y dejar de alimentar el negro en el que se funden los pensamientos.

¡Ya basta! En lugar de pellizcarse en el mismo agujero que dejan las despedidas incompletas, ha llegado el momento de hacerse cosquillas en el vértice donde confluyen los saludos.

Fíjate entonces y verás cómo incluso parece que, esta noche que empezó contrita, podría traer regalos de nieve al mundo.

A primera vista

La probatura inicial no tuvo mucho misterio, suele ocurrir en todos los primeros encuentros. Nunca creí en las cosas a primer oído. Intercambiamos la voz, es cierto, pero nada más. Ni quise dejar, ni descubrí ningún mensaje escondido.

Después de mucho tiempo, lo volvimos a intentar. Mirando, abriendo bien los ojos, apartando las pestañas incluso. Aunque nunca creí en las cosas a primera vista, tu mirada me escondió el primer secreto compartido.

Más tarde, nos propusimos seguir el rastro de las letras que el azar puso junto al camino. Nunca creí en las cosas a primera lectura, pero hubo versos infinitos que dibujaron el quicio de una puerta entre dos mundos contiguos.

Entablamos reflejos y espejismos, acometimos viajes y regresos. Activamos hechizos duraderos que hacían hervir la sangre con un fuego conspicuo. No creo en las cosas a primera magia, pero construimos un manojo de castillos que flotaban.

Abordamos entonces, con el corazón convertido en coraza, el recóndito desequilibrio de las manos y la electricidad estática de los murmullos. Alfareros improvisados, promovimos sobre el barro el abordaje de otros labios en un empréstito de aires. No creo en las cosas al primer tacto, pero aún me palpita en la piel el eco de tus dedos taconeando.

No renunciamos, tampoco, a probar la pesada sutileza de la ausencia, ni el mar contenido en la marea de aquel vaivén, cuando venías queriendo irte, pero te ibas pensando en volver. Nunca he creído en las cosas al primer movimiento, pero reconozco que estuve mucho tiempo durmiendo en la estación.

Nunca he creído —y sigo sin creer— en las cosas que ocurren al primer algo, al primer nada. Pero creeré siempre en el poder pequeño e incansable de la constancia. Y en el de la imaginación.

Me gusta la palabra beso

La palabra beso es verdaderamente hermosa, sencilla de escribir. Con la mano del lado del corazón, el índice —como si empezáramos un libro— acomete el movimiento inicial de labios juntos.

Después, el dedo central gira su cabeza ligeramente y extiende toda su longitud sobre la tecla e, alargándola si fuera preciso mantener el pulso. El anillo, o su ausencia, silban en el dedo que se reclina, un instante más tarde —o quizá en el mismo—, soltando el aire que se tenía guardado muy adentro.

El círculo lo cierra el dedo simétrico, en el espejo de la otra mano, dejando los labios redondos, perdidos, esperando completar el silencio con ese leve chasquido trémulo que sucede al contacto. ¡Qué hermosa palabra! ¡Qué trazo más sencillo!

Es tan dulce la palabra así compuesta ———beso, beso, beso——— que se regala en toda ocasión y se acepta, además, sin remordimientos. Se la concedemos a los conocidos y a los extraños, a quienes palpamos muchas veces y, también, a los seres intangibles del espejo, de los sueños o del tiempo que nos atravesó alguna vez.

No sé si será que, el grafismo simple de su tinta electrónica, me recuerda tu rostro acercándose por la nariz, tus ojos entreabiertos a la dulzura y el cruce sinuoso de la lingüística encerrada en dos bocas a punto de trazar un instante redondo. O que las yemas de mis dedos recuerden, al teclearla, la posición exacta del anclaje que estrenaron en tu cintura intacta de espuma y aire.

Adoro la palabra beso, me gusta mucho, seguramente más que ninguna otra. Pero el caso es que hay noches como ésta, vacías y sin luna, en las que no sabes cuánto me gustaría ———beso, beso, beso——— sentirla en los labios y no tenerla que escribir nunca más.

Cambiante

Estaba tan contento, casi exultante, sonriendo por todo lo sonreible e incluso por algunas cosas que no lo son tanto. Acierto a ver, generalmente, el lado cómico de las tragedias, las paradojas ocultas en la sensatez y la inocencia estruendosa de acometer los ridículos más insospechados.

De buen humor, sintiéndome bien por todo y por nada, como los bobos redomados preferimos estar por las mañanas. Pero, en un instante, no sé que ha pasado…

Siempre soy un hombre cambiante y tengo mi propia montaña rusa de estados imaginarios. Soy un hombre cambiante y ya sé que debería estar acostumbrado a estas metamorfosis inversas que devuelven la mariposa al estado de gusano.

En un minuto he pasado a ser un infeliz, a notar lo incesante de la lluvia, la cesura de los versos que tus manos escriben en mí, los excesos contenidos y el sexo sentido que pugna por desistir.

Me han caído encima todas las gotas de lluvia, todas las palabras atrasadas, todas las averías por resolver. Entonces me rebela estar en el bache, no saber por qué caí y la rabia infinita de no acertar en el modo de salir ileso.

Mantengo, sin embargo, la antigua promesa de levantarme en cuanto pueda, de seguir hacia delante, preferiblemente con tu ayuda. Para seguir de nuevo en el camino, cojeando primero, andando después, y corriendo más tarde para tomar impulso y volar otra vez.

Hoy mismo, antes del desaguisado interior, he podido ver en directo cómo se cumple a rajatabla la tradición oral del refranero. Y me vuelve otra vez la sonrisa al recordar que «quien tropieza y no cae, adelanta terreno». O se gana un premio de hilo musical.

Porque yo soy un hombre cambiante que, en noches de luna llena, me convierto en lobo, bobo, niño o fiera. Y hoy he sido, casi sin querer, de todas esas maneras.

Cardiopatía

El corazón es, como víscera, un amasijo inconmovible de músculo y sangre. Un engranaje perfecto que impulsa la vida a borbotones, estrujándose en el esfuerzo de enviar mensajes rellenos de química.

Como lugar, es la cruz que se apunta en el centro del mapa, el punto infinito en el que se cruzan todas las trayectorias y todas las líneas paralelas de la vida. Es la estación por la que pasan todos los trenes, deseando quedarse unos, deseando otros que te quedes.

El corazón, como tiempo, es el instante preciso, el precioso momento en que da saltos la vida. Es el rayo que no cesa y que no deja de cesar apoyándose en la energía de las contracturas.

Como palabra, es la primera y la última de cada verso, el verbo que descansa implícito entre tú y yo, el eslabón perdido en la cadena de los sueños. Es el golpe de voz más pequeño y el que tiene un eco más grande.

Ella estaba tecleando, precisamente, todo lo que yo le leía en las manos. Pero, en un descuido, el viento electrónico dejó un trozo al descubierto:

—Sólo arriesgo el corazón —me dijo—. ¿Para qué me sirve si no?

Como forma, es la aparente simetría de los espejos, la inexacta mitad de un deseo, el perímetro interior de todo lo que importa. La hoja roja que anuncia caos, el vilo estrangulado en el puño. El dibujo vacío olvidado en el árbol.

Y como azar, el corazón es la bolita que siempre está girando en la ruleta, buscando casilla en la que parar. Pero si, antes de que empiece a rodar, no se apuesta la vida en ello, no hay razón para jugar y sólo sirve, cada tictac, para contar el tiempo.

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