Estaba tan contento, casi exultante, sonriendo por todo lo sonreible e incluso por algunas cosas que no lo son tanto. Acierto a ver, generalmente, el lado cómico de las tragedias, las paradojas ocultas en la sensatez y la inocencia estruendosa de acometer los ridículos más insospechados.

De buen humor, sintiéndome bien por todo y por nada, como los bobos redomados preferimos estar por las mañanas. Pero, en un instante, no sé que ha pasado…

Siempre soy un hombre cambiante y tengo mi propia montaña rusa de estados imaginarios. Soy un hombre cambiante y ya sé que debería estar acostumbrado a estas metamorfosis inversas que devuelven la mariposa al estado de gusano.

En un minuto he pasado a ser un infeliz, a notar lo incesante de la lluvia, la cesura de los versos que tus manos escriben en mí, los excesos contenidos y el sexo sentido que pugna por desistir.

Me han caído encima todas las gotas de lluvia, todas las palabras atrasadas, todas las averías por resolver. Entonces me rebela estar en el bache, no saber por qué caí y la rabia infinita de no acertar en el modo de salir ileso.

Mantengo, sin embargo, la antigua promesa de levantarme en cuanto pueda, de seguir hacia delante, preferiblemente con tu ayuda. Para seguir de nuevo en el camino, cojeando primero, andando después, y corriendo más tarde para tomar impulso y volar otra vez.

Hoy mismo, antes del desaguisado interior, he podido ver en directo cómo se cumple a rajatabla la tradición oral del refranero. Y me vuelve otra vez la sonrisa al recordar que «quien tropieza y no cae, adelanta terreno». O se gana un premio de hilo musical.

Porque yo soy un hombre cambiante que, en noches de luna llena, me convierto en lobo, bobo, niño o fiera. Y hoy he sido, casi sin querer, de todas esas maneras.