Como cuchillos rasgan el aire estas gotas ateridas que el otoño impele sin avisar. Se presentan sin más, sin haber escrito el aviso correspondiente en un cielo lleno de nubes pintadas de gris.
Al contrario, el día amaneció absurdamente manso, sin ofrecer ninguna pista de lo que se traía entre manos. Imagino que allá, en lo alto del cielo, las gotas escondidas sonreían con la emoción del reencuentro inesperado.
De pronto una avenida, una congregación de nubes negras tapando el sol por completo y, al instante, campanitas cruzadas sobre los cristales emborronando el paisaje hasta el límite mismo de lo oblicuo.
La tristeza también llega de pronto, como un mareo del corazón, como un espejismo negro. El día amanece absurdo y mansamente nos conduce hasta la soledad de algún rincón.
Uno esperaba sol, compañía de letras que ahuyentara fantasmas conocidos y, si no nuevos, que trajera otros menos vistos. O pantallas de fiesta en la alacena de lo imaginado o sintagmas copulativos en la alcoba del renglón.
Pero se nublan los pasos, se enturbia la distancia cuando estaba a punto de llegar al sitio preciso y los problemas más aventureros se abren un hueco por el que trasiegan granos—montaña desde el mundo exterior hacia lo que tenemos más adentro.
Es difícil llegar a tiempo, darse cuenta de los síntomas y mandar señales de auxilio que las gotas no ahoguen en el trayecto. Pero quizás se pueda, sí, se puede cambiar la táctica y dejar de alimentar el negro en el que se funden los pensamientos.
¡Ya basta! En lugar de pellizcarse en el mismo agujero que dejan las despedidas incompletas, ha llegado el momento de hacerse cosquillas en el vértice donde confluyen los saludos.
Fíjate entonces y verás cómo incluso parece que, esta noche que empezó contrita, podría traer regalos de nieve al mundo.
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