La espera comenzó… bueno, no sé, ya ni me acuerdo, porque una sucede a la siguiente. Se encadenan en un ciclo interminable que, al cabo de poco tiempo, deja de tener principio.
Observaba la trayectoria de los coches, de los transeúntes, el reflejo epiléptico del cartel luminoso de la farmacia sobre el mármol pulido de un portal vecino.
Es hora de que cierren las tiendas y las persianas producen una estridencia de cuchillos que da por finalizada la vida, como si todo se volatilizara en el recuerdo para volver a aparecer por la mañana.
Pasa el hombre con el perro o quizá sea al revés, la muchacha con coleta y cinta en el pelo echa a correr con un ritmo cansino de uno dos. Se abre el monstruo insaciable de la basura para deglutir otra bolsa en el sonido acolchado de su garganta profunda.
Un coche se para, justo a mi lado, y una pareja desciende discutiendo a voz en grito, como si nada o nadie les pudiese escuchar. Seguramente, ni siquiera ellos mismos. El portazo metálico acaba con el lanzamiento de palabras y se pierden en la esquina cogidos del brazo.
Poco a poco, el tráfico se va quedando en un solo hilo de luces, para terminar en goteo mínimo; al mismo tiempo, dejan de transcurrir vidas andantes por la calle. Una moto enfadada de tanto en tanto, alguna pareja que se besa en la sombra que la copa del árbol proyecta desde la farola, una ambulancia de regreso… Y poco más.
El barrio se adormece, como si de un ser vivo se tratase, como un organismo complejo que sólo mantiene las pulsaciones exactas para saber que sigue vivo. Yo también me dormiría con gusto a pesar de la postura incómoda, porque la espera es la única arma que siempre consigue doblegar al insomnio.
Pero la pesadez de los ojos, el esfuerzo de mantenerlos abiertos contra todo pronóstico, me enciende otra vez el pensamiento hasta que veo, claramente, que la vida es una multitud de esperas consecutivas, deseosas de un porvenir que, unas veces, llega tarde, y otras se anticipa y nos pilla por sorpresa.
Los minutos ya se han vuelto jirones de tiempo que se me van cayendo a pedazos sobre los ojos, sobre las manos, sobre las teclas que rechinan este ansia de llegada, esta necesidad de soledad compartida.
Ya no sé ni desde cuando, ni cómo, ni por qué. Ni siquiera puedo precisar qué es lo que estoy esperando apostado en esta esquina. Pero, por más veces que mi cabeza me incita a marchar, mi corazón no se mueve de la cita.
Y aquí sigo, espera que te espera, esforzado atleta de la vida vegetativa, esperando, esperante, esperado, esperanzado y desesperanzable, mientras se me van pasando las horas y los días por delante.
Deja una respuesta