Una colección de instantes

abril2024 (Página 2 de 3)

Números inexactos

Cien es un número tremendamente inexacto, porque engloba una buena porción de significados confusos. Hay otros, en cambio, como, por ejemplo, noventa y ocho o ciento tres, que están dotados con una certeza inherente de la que el cien adolece.

Ni todo a cien, ni todos a cien. Eso pasa siempre, que los números redondos suelen entrañar una mentira. Lo que a veces cuesta explicar es si la aproximación cometida al redondear, se refiere al fondo o a la cantidad.

Mil y un puñado, son también números legendarios, que acarrean en su dicción guarismos fantásticos. Números con una potencia especial que no reside en el cardinal que implicitan, sino en su intención de simplificar vagos conceptos de abarcabilidad, de misticismo y de cercanía.

Pero de las varias clases que existen —complejos, reales, decimales, racionales, enteros, naturales, esotéricos y transfinitos, algunos de ellos esencialmente incontables—, mi favorito, por ningún motivo especial, es el número catorce. Y, total, puestos a escoger, preferiblemente miércoles.

Pero claro, hoy que lo es, y además veintiocho, se podría pensar que, por sólo multiplicar, ha de gustarme el doble. Sin embargo, cien veces te tengo dicho que hay operaciones inexactas que dan como inexacto resultado un número. Y cien es un número del que siempre hay que desconfiar.

Digamos mejor, entonces, que son noventa y nueve y el que corre. Este que acaba de terminar.

Deseo y memoria

Te digo que quisiera tener un ácido encuentro de mis labios con el caramelo de tu boca, para cambiar su gesto de un encogido amargo por tactos de azúcar liviano y tenue. Que quisiera comprobar si es tan bueno su sabor como mi imaginación promete clavándome hasta el fondo de los sueños las ganas de hincarle el diente.

Y te digo, también, que no quisiera pasar más tiempo sin beber del agradable manantial de miel y gemidos que hay escondido en tus senos. Ni sin apurar ese divino refresco suave cuando, muerto de sed, tus manos líquidas quisieran recorrer en mi cuello trazos espirales.

Que deseo encontrarte chocolate en cada vértice, duro y tierno, guinda menuda y pastel intenso, y buscar después un espacio paralelo en dónde comer dentelladas completas de tu carne firme, que tiembla y ríe, mientras se funde y asiente.

Tal vez te moleste que haya dicho esto, aunque no es mi intención. Pero es justo que entiendas a tu manera lo que escribo. Al fin y al cabo, cuando alguien se toma la molestia de leer y, desde ese mismo momento, son suyas las palabras. Incluso, si quiere, puede adquirir la curiosa y frecuente costumbre de inventárselas.

Pero no me regañes por eso. Repréndeme, si lo ves necesario, pero castígame por lo que haya dicho. Y no hagas como haces siempre un poquito, echarme en cara algunas cosas que sólo tú entiendes que he dicho.

O quizá soy yo quien echa balones fuera. Hagamos la prueba en un momento. No mires atrás en el texto y responde sinceramente a estas dos preguntas. ¿Qué palabras recuerdas haber leído de las siguientes: amargo, beso, suave y dulce? ¿Qué te sorprende más, mi deseo o que se cumpla?

Punto de inflexión

Las curvas los tienen, entre cabriola y cabriola por el aire. Allí donde, no es sencillo explicar por qué, lo cóncavo trasmuta a convexo o al revés, surge un punto plácido en el que nace el desequilibrio inherente al cambio.

Como ocurre en ese lugar en el que la piel se deshace suavemente cuando, entre cintura y cadera, pasa la mano por la frontera que une y separa el aprecio del deseo, la admiración de la lujuria y el tacto inocuo del desenfreno.

Puntos de inflexión que a todos nos han sucedido. Y nos ocurren sucesivamente, sea cual sea la trayectoria, cambiando la convexidad de nuestra propia historia y la de los demás cercanos.

No hay reglas definidas sobre qué puede ser lo que cataliza. Tal vez un hombre o una mujer, unas manos o una boca, un traspiés o un frenazo, un sesudo profesional de la psiquiatría, un poema o un inacabable golpe de tos, que te alerta sobre los peligros del tabaco y que se añade al valor tan alto que te sale de colesterol.

Sin embargo, lo más frecuente ——no me gusta la palabra normal——, es que pase a todos desapercibido, especialmente a uno mismo, hasta que sus efectos ya son difíciles de ocultar en ninguna parte.

Entre los vaivenes que van del amor al desamor —el odio es otra cosa—, en el pasito pequeño que desanuda el aprecio hasta llegar a desprecio y viceversa, en todas las comisuras de todos los labios de fresa llegados o por venir, hay, escondidos y desatados, muchos puntos de inflexión.

Pero el último que recuerdo, el que me tiene a un tris de cambiarme y hacer de mí un ser humano, si no nuevo, por lo menos, al que todo el mundo parece mirar de forma distinta, ni lo esperaba ni ha partido de mí, sino de las manos de una dietista.

Y aunque —¡qué decir mirándose al espejo!— me la cabe la ropa mejor y tengo menos barriga, hay ratos y días en los que pienso que ——nótese la amarga y doble intención— en este punto de inflexión estoy perdiendo los mejores kilos de mi vida.

Dragón dorado

He visto un dragón con mis propios ojos. Un dragón desalmado, con cara de furia y ojos enigmáticos. Que no sé si sufría por acorralado, o, simplemente, desencantado con su suerte metálica.

Tenía brillantes escamas doradas, dientes afilados como alambres de oro y un cuello inmenso y largo que se estrechaba en su garganta, ahíta ya de no haber echado nunca fuego.

Pulsé el botón, imantados mis ojos en su bruñida coraza, imaginando princesas que rescatar del cristal. Y el dragón se retorció de dolor en su urna. Movió las alas —que, cuando no sirven para volar deben estar rellenas de una tristeza inútil—, resopló con ira centenaria y movió la boca en un estertor para decirme algo que —dichoso idioma de los dragones— no supe entender en ese momento.

Vi también un circo con leones que saltaban aros, un gato relamiendo leche derramada, un barco mecido entre las olas de unas tablillas que marejaban el espacio. Todos en urnas, perfectamente aislados y, obedientes hasta el extremo, embebidos en la física de su mecánica sorprendente y rotatoria.

Pero todos tenían, no había más que fijarse en sus caras, la mirada perdida, el gesto vacío y un alma descolorida y rutinaria. Por eso, cuando salí de aquel monstruario de inocentes, me llevé a casa, adosada y cíclica, su propia e intensa melancolía autómata.

Ahora, aquí, detrás de la pantalla, escribiendo esta historia imaginaria de artefactos, he descubierto que no era furia sino angustia lo que aquella criatura vociferaba. Que no vociferaba, sino que me hablaba al oído con desesperación. Que no era amenaza, sino aviso. «Todos somos autómatas», me decía el dragón, «todos somos engranajes, todos somos urna y todos somos botón».

Y ahora, aquí, detrás del cristal de la pantalla, escribiendo esta historia de otrómatas sensibles y dragones sin princesa, he pensado que tal vez haya alguien en otra piel imaginaria que esté ahora recordando cuánto brillaban mis escamas. Y que piense si, cuando pulsó mi botón, quise decirle algo al mover los dedos sobre el teclado.

Aunque estoy convencido de que las palabras del dragón vienen traducidas de un idioma extranjero, de esos que siempre nos confunden ser con estar y a todos con cada uno.

Cuando digo ahora

Ya es pasado. El presente se esfuma hacia delante, a una décima de segundo. Extiendo las manos para tocarlo y se escabulle entre la maraña de células que lo protegen del tacto.

Cuando escucho tu voz, ya hace tiempo que me hablaste. Cuando noto tu dedo recorriendo mis labios, ya andan tus manos en otro trayecto. Cuando el ruido de la puerta viene seguido de un golpe de frío glaciar, entiendo entonces que te fuiste mucho antes de llegar a ningún sitio.

El momento en que descubrimos que el sentimiento aparece, siempre es un recuerdo. Por eso nos sorprende la vida en cada instante y se encapricha el azar, porque van por delante, tan cerca y tan lejos que nunca los podemos alcanzar.

Nos engaña el cerebro y nosotros nos dejamos engañar como criaturas fugaces, tan fugaces como el presente que se filtra tapando la realidad. Palpamos el humo creyendo que es carne, que es agua, que es calor… pero todo es pasado, todo es falso, todo es camuflaje sutil y neuroquímica del azar.

Cuando digo ahora, ya es pasado. Sin que siquiera se consuma el tiempo de parpadear ni el de rellenar los huecos en negro que suceden en la retina con el fotograma siguiente. Se estira el presente, como un horizonte cruel, que avanza delante, a nuestro paso, pero una décima de segundo más allá.

Y aunque en este presente sé que sólo beso tu niebla, tus labios de ayer permanecen en mí tan dulces, tan sólidos, tan reales… Se parecen tanto a un ahora, que consiento libremente en dejarme engañar por la memoria.

¡Qué impenetrable membrana! ¡Qué inalcanzable frontera! ¡Y qué desconsuelo pensar que, tras este invierno crudo para el corazón y para la cabeza, a una décima de ti, a una décima de mí, nos está acechando a destiempo, quizás, la primavera!

Regreso

No puedo mantener los ojos abiertos. Escucho a lo lejos, muy bajito, la voz que se va vaciando de matices hasta que apenas parece un ruidito que se disuelve cuando empieza la realidad a ablandarse conmigo.

Noto el sudor que me navega la espalda, que me empapa las sábanas y se me queda en la frente, como pensativo, decidiendo si quedarse o seguir en el descenso y hacerse notar cuando bordea con gotas los párpados.

Todo sucede a cámara lenta. La luz de la mesilla titubea un instante antes de apagarse, como si no estuviera segura de que es el momento de desaparecer del todo. El clic que la asusta suena en mis dedos mucho antes de que se extinga del todo la claridad.

Abro los ojos un momento, como si una última voluntad me empujara a estar despierto. Pero esta noche, la fiebre propia no contiene la sustancia del miedo. Y aunque todo está apagado y sólo queda la nana del reloj que marca una hora impropia de sonámbulos, siento como la estancia comienza a girar una espiral sobre mí mismo.

Todo mi cuerpo sonríe y se abandona a la placidez infinita de saber que, por fin, estas a punto de llegar. Porque siempre tienes la dichosa costumbre de venir, precisamente, cuando yo estoy a punto de irme.

No sabes, o quizás si, y por eso te cuesta tanto, con cuantas ganas esperaba este regreso. Perdona si no me quedo, pero es que ya no puedo mantener los ojos abiertos.

Cuida de mí dormido. Te prometo que yo cuidaré de ti, siempre, despierto.

Cuatro

El cuatro huele a ventana en el tiempo y a ojos que se cierran. Es un rehén voluntario del sueño, que incluso cuando en el estío se eleva al cuadrado, sigue causando sudor y somnolencia.

Pero algunas veces escapa de Morfeo en noches de tormenta, cuando el viento tiembla en el alma de las persianas o cuando el alma descorre las persianas del llanto y de las pesadillas.

A veces se escapa con amor, por su nocturnidad manifiesta y su alevosía perseguida de intimidad. Por la lujuria de la posición y la exposición de la lujuria.

También lo liberan, de tanto en tanto, el alcohol, la gasolina o las uvas. Pero no tarda en volver a su estado de latencia y pocas pulsaciones, con el ansia incluida de recuperar el descanso perdido.

No será exacta del todo la cuenta, pero desde el cuarenta, a diez veces más profundidad, se arrastra una somnolencia de lechos compartidos rellena de cansancio, de hastío, de soledad mal avenida. Que se rompe, a veces, con el efecto de una paradójica intoxicación de sueños rotos. Si bien, en otros casos, es corriente que venga de la mano de los delirios del termómetro.

Ahora me pesan los párpados y la luz de la mesilla me pide a gritos que la perdone y le dibuje entre las sábanas un cuatro con las piernas. Mientras las manecillas y las frentes dicen que no, yo me mantengo nublado, pensando que este año tiene un error, porque parece el año del cuatro y no del nueve.

Asomado a la ventana, observando otra vez cómo llueve febrero, me acuerdo de que en marzo cumpliré cuarenta y cuatro. Y que en cada desvelo me descubro esperando abril como agua de mayo.

Cuatro y cuatro, ocho. Quizás se me doblen los sueños en agosto. Pero, de momento, son las cuatro y cuarenta y cuatro, no sé si de hoy o de mañana. Y todo sigue igual, media derrota, media victoria y medias palabras.

Veneno

Se extienden tus ojos sobre mí, se enreda mi voluntad en tus manos. Gira la habitación en un tornado, revolviéndolo todo como un vendaval que me levanta los pies del suelo y que, después de bailar en él, me deja caer, por fin, en el borde de tus labios.

Te subes en mí y me estremezco. Las convulsiones propulsan, por todo mi cuerpo, el efecto imparable de una química estruendosa y violenta, que mueve los goznes del mundo para abrir la puerta de un paraíso interior.

Se acelera el pulso, se agita el corazón, se contraen los músculos al borde del espasmo. Es el final, lo presiento. Pero el paso por el túnel no duele, sino que me deja en un éxtasis huidizo y fugaz. Y la luz que me saca hacia el otro lado, siempre llega demasiado pronto.

Me descubro desnudo y horizontal sobre la cama. No hay rastro de aguijones ni de colmillos… ¿Pero por qué me revives ahora con el boca a boca? ¿Es qué no me estabas envenenando?

Ahora entiendo que, el extraño efecto que tienen tus manos sobre mí, no tiene más antídoto que volverlas a sentir. Y entiendo por fin, escuchando tus latidos, desbocados también, que el veneno que me ofreces no está en la superficie de tu piel, ni en la distancia a la que te acercas, sino en lo profundo de las huellas en las que te quedas cada vez que te vas.

Tu veneno no es una sustancia, sino una cantidad. Esa que siempre me sabe a poco.

Triste

Triste es, sencillamente, una palabra muy corta. Es cierto que, al pronunciarla, hay que compungir levemente el gesto y espirar un aire profundo que se escapa entre los dientes, casi como un suspiro. Pero apenas le caben un par de sílabas, un par de sentimientos, un par de lágrimas.

Lo que yo necesito esta noche es una palabra interminable. Una palabra cuyo sonido atraiga dolores sobre el pecho y apriete el nudo de la garganta hasta el mismo punto de la indecisión entre tragarse su saliva o dejarlo salir a borbotones resbalando por las mejillas.

Esta noche busco una palabra diferente, fonéticamente complicada o no, pero que recoja en su semántica interior el efecto del silencio opresivo que me zumba en los oídos. Una palabra enrevesada que haga sufrir a la lengua, que retiemble en los dientes y en el paladar como este mordisco al aire que no dejo de dar y que me sabe a herrumbre y me huele a fracaso.

Necesito, en fin, encontrar una palabra infinita que me tenga ocupadas las manos y la piel al escribirla, que enrede un olvido hasta transformarlo en recuerdo y que, después de escrita, me mire desde su tinta con tus ojos.

Pido ayuda a todo aquel que haya intentado buscarla alguna vez. Porque yo estoy perdido y necesito pistas de su paradero, del idioma en el que esté, de su ingrávida etimología y de lo duradero de su efecto.

Lo más terrible de esta búsqueda infructuosa, es que yo sé exactamente dónde se encuentra. Porque, si has llegado hasta aquí siguiendo el rastro blanco y negro que te dejo, entonces, seguramente, la tienes en la punta de la lengua, en el borde de tus labios, en una esquina de tu corazón derrumbado.

Lástima que ahora, ya, no me la puedas pronunciar al oído y que, de entre todo lo que tengo aún guardado para darte, hayas decidido llevarte solamente estas lágrimas.

A través del cristal

Su cuerpo era blanco, alargado, brillante. Se replegaba sobre sí mismo en un enrevesado ocho doble, como si no fuese más que un accesorio de la cabeza.

Los ojos, verticales y profundos, parecían no estar pendientes de nada, como mirando otros paisajes del pasado, huyendo del aburrimiento. Pero, parsimoniosamente, un suave giro de su cabeza los orientó hacia los míos y así estuvimos, durante un rato, fíjamente observándonos.

Con sutil ironía, un cartel muy bien diseñado alertaba con una cifra escandalosa de la peligosidad del animal encerrado. Debería haber, por dentro, digo yo, alguna señal viboruna que le advirtiese a aquel ejemplar albino del Gabón del riesgo que le entrañaba yo en tanto que hombre. Aunque, por grande que fuese el número que se hubiese escrito, habría sido muy pequeño.

El caso es que sólo un vidrio nos separaba y nos unía porque, sin él, jamás nos hubiésemos visto. Pero, con el cristal de por medio, tampoco nunca sabremos nada de fugaces encuentros, ni del riesgo de congeniar hasta herirse. Ni de la apariencia valerosa que siempre tiene la cobardía o del gesto cobarde con el que empieza el valor.

Muchas veces, me parece ver a alguien a través del cristal de estas letras. Y probablemente, alguien me vislumbre a mí también por entre los resquicios de la sintaxis interpuesta que nos une y nos separa.

Que nos une y nos separa, que eso ya lo averigüé. Lo encontré en noches vencidas al sueño y en sueños que, tras ganar el derecho a convertirse en realidad, se quedaron a merced del deseo de volver a aparecer como sueños.

Ahora, en este tramo de la vida, no sabría cómo responder a la inquietud que tengo de averiguar a quién protege de quién cada texto y por qué tantas precauciones. Aunque, realmente, quizás no importe demasiado si es que lo único que se pretende no es tocar, sino sólo mirar y seguir a salvo.

Hasta que no se escriben en la piel, las palabras no llegan más que a literatura. Por eso, no me toques más si ya no quieres. Pero mírame siempre.

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