El cuatro huele a ventana en el tiempo y a ojos que se cierran. Es un rehén voluntario del sueño, que incluso cuando en el estío se eleva al cuadrado, sigue causando sudor y somnolencia.
Pero algunas veces escapa de Morfeo en noches de tormenta, cuando el viento tiembla en el alma de las persianas o cuando el alma descorre las persianas del llanto y de las pesadillas.
A veces se escapa con amor, por su nocturnidad manifiesta y su alevosía perseguida de intimidad. Por la lujuria de la posición y la exposición de la lujuria.
También lo liberan, de tanto en tanto, el alcohol, la gasolina o las uvas. Pero no tarda en volver a su estado de latencia y pocas pulsaciones, con el ansia incluida de recuperar el descanso perdido.
No será exacta del todo la cuenta, pero desde el cuarenta, a diez veces más profundidad, se arrastra una somnolencia de lechos compartidos rellena de cansancio, de hastío, de soledad mal avenida. Que se rompe, a veces, con el efecto de una paradójica intoxicación de sueños rotos. Si bien, en otros casos, es corriente que venga de la mano de los delirios del termómetro.
Ahora me pesan los párpados y la luz de la mesilla me pide a gritos que la perdone y le dibuje entre las sábanas un cuatro con las piernas. Mientras las manecillas y las frentes dicen que no, yo me mantengo nublado, pensando que este año tiene un error, porque parece el año del cuatro y no del nueve.
Asomado a la ventana, observando otra vez cómo llueve febrero, me acuerdo de que en marzo cumpliré cuarenta y cuatro. Y que en cada desvelo me descubro esperando abril como agua de mayo.
Cuatro y cuatro, ocho. Quizás se me doblen los sueños en agosto. Pero, de momento, son las cuatro y cuarenta y cuatro, no sé si de hoy o de mañana. Y todo sigue igual, media derrota, media victoria y medias palabras.
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