Una colección de instantes

febrero2025 (Página 2 de 3)

Instancia (Modelo p-101)

Yo, fulano de tal, desconocido a veces hasta para mí mismo, de profesión contador de cuentos y compañero de juegos a sueldo, a la tierna edad de cuarenta y tantos años, con domicilio en Instanteca, provincia de La Coctelera…

Expongo: Que aunque comencé escribiendo en el citado blog apremiado por el puro gusto de hacerlo, por la delicia agridulce que me supone traducir en palabras mis pensamientos, por el placer de compartir las canciones que me arrebatan y por el regocijo de desordenar en la memoria mis más misteriosos instantes perdidos, he descubierto, gracias a usted, ángulos nuevos de mi tránsito silencioso en la blogosfera y vértices distintos de la realidad que me rodea. Y por ello…

Declaro: El asombro, la magia, el entusiasmo, el ánimo, la certeza, el equilibrio, el calor, la ternura, el interés, la motivación, el cariño, el desconcierto (a veces), la admiración, la incertidumbre, la compañía, la empatía, la complicidad, el encanto, la simpatía y una larga lista de sensaciones, que no acompaño por extensa, que me produce el regalo que tiene usted la amable costumbre de hacer a pie de mis escritos y que me permite maravillarme contemplando la perturbadora metamorfosis invisible que ocurre en mis palabras cuando usted tiene a bien mirarlas con sus ojos y poner en ellas su propio mensaje, a veces, tan indeciso como el mío.

Solicito: Que, una vez meditado lo antes expuesto, rigurosamente cierto y salido a borbotones de mi puño y letra, tenga usted la deferencia de seguir dejando en este, su blog, trocitos de corazón como hasta ahora venía siendo habitual. Que disculpe a este torpe tecleador por no tener la sana costumbre, ni la capacidad ni el tiempo necesarios, para responder como se merecen sus atentos comentarios, que son las luces que más brillan en este firmamento virtual y digitalizado. Que siga teniendo la benevolencia de encontrar el momento preciso para visitar este rincón perdido. Que sea comprensivo con mi manía de tenerlo todo desordenado y manga por hombro. Y, en fin, que me conceda la gracia de un brindis sonoro, que aliente mi deseo de que lo que el azar ha unido aquí tantas veces, no lo separe el hombre.

Agradeciendo de antemano la cortesía con que recibirá mi petición largamente meditada y humildemente expuesta, me despido de usted deseando impaciente un próximo encuentro…

Suyo afectísimo seguro servidor, Instanteca.

A LA AMABLE DE ATENCIÓN DE:

TODAS LAS PERSONAS QUE SE EMPEÑAN EN VISITAR ESTE BLOG Y ME HACEN DISFRUTAR CON SUS COMENTARIOS.

Retrospectiva

Ya no recuerdo la razón por la que comencé a emborronar estas páginas intangibles. Parece lejano ese día y, sin embargo, fue ayer mismo cuando mi coleccionista de instantes inventó la contraseña que abre las puertas de este paraíso.

A veces escribí en él para mí mismo. Para deshacer la fugacidad de los instantes que me atrapan a la vuelta de cada esquina. Para ponerle palabras a los fantasmas que me rondan y ahuyentarlos con su propia música. Para ladrarle a la luna cuando no me mira. O tal vez, con la cándida intención de ir dejando señales en el camino, que me permitan reconocer las emociones por las que pasé y los sentimientos de los que vengo. Para mirar atrás con cuidado esta singladura emotiva desde el barquito de papel que me navega por el río revuelto de la memoria.

También escribí para todos, para el azar, mensajes de aire en una botella. Llené la playa de hogueras esperando ver aparecer un cruce de caminos, una coincidencia afortunada o una llegada oportuna. Una flor temblando en la solapa desnuda del corazón. Una argucia inconsciente para pescar los reflejos de la luna. Una invitación, sin ninguna duda.

Algunas veces, me he sorprendido escribiendo para agradar y, luego, recibir. Para intercambiar misteriosas soledades, cromos de la colección de tristezas o sellos de cartas de amor fracasado. Consuelo esquivo, trueque justo. Una mano que acaricia nuestros hombros confusos, a las puertas del paraíso del que nos han echado. Un beso, perdido tal vez. Un conjuro.

Confieso haber escrito, se que no te sorprende, para personas con nombre y apellidos. Llamadas imposibles al otro mundo en el que vivo, para aporrear la puerta del corazón de quienes nunca deben saber lo que les digo. Rozaduras del sentimiento tendidas al sol nocturno de los recuerdos más queridos, para que surtan, sin avisar y a los efectos oportunos. Para que el azar tenga argumentos con los que seguir riéndose de mí. ¡Porque sí! Y porque hay palabras que pesa seguir llevando dentro.

Cuando me dices, ¿lo recuerdas?, que sientes que lo he escrito para ti, perdóname si no te contesto. Porque estoy seguro de que sí, pero… ¡me sale todo tan revuelto!

Especialmente en abril

Especialmente en abril, sale al sol la margarita que, después de algunas citas, deshojamos sin querer. La poesía se musita con la piel en pie de guerra y las lágrimas dispuestas a dejarse el corazón. La música entonces suena y, sin saber de donde vienen, unos ojos que aparecen despiertan la primavera.

Se suplica al corazón que lleva usted colgando en carne viva y pintando el aire de colores, pásese por la oficina. Que el proyecto que soñaba tiene todos los permisos y en el salón de primavera bailan mil candidatos indecisos.

Yo también soy el viajero que, apostado en la salida, espera, por si la vida me regala una canción que me cure las heridas y me encienda los motores. Y me saque los colores que prefiero desprender. Para detener en los relojes el instante en que el azar se decida a combinar tus susurros, con mi nombre.

Se suplica al corazón que lleva usted colgando en carne viva y pintando el aire de colores, pásese por la oficina. Que el proyecto que soñaba tiene todos los permisos y en el salón de primavera bailan mil candidatos indecisos.

Eclipse de duda

Tus manos pulsaron en mi interior todas las notas al mismo tiempo. A medida que la canción se desgranaba en racimos de besos, el vendaval profundo de tus ojos me dictaba al oído caricias tímidas de terciopelo. Como una hechicería temblorosa y cercana, que titilaba impaciente en la memoria del espejo.

Tras esconder en veredas estrechas todas tus flores del deseo, para mantener abiertos mis poros a su perfume, descubrí, que el bosque profundo de tu pelo encubre la puerta del paraíso en el que me perdí y en donde tu mirada ausente y convulsa, eclipsó de bruces mi luna.

Fue entonces cuando se derramaron los vasos de la locura y dio comienzo el baile nocturno que me invade ahora la realidad y los sueños. Primero andante y después allegro, huracán desnudo derritiéndome los huesos. Trece veces por minuto, cien suspiros por instante, mil temblores por segundo y te enredas de un sólo impulso entre mis anclajes.

Aquí dejo esta nota para verte crecer en la esquina rota de mi memoria infiel. Para que puedas saber que volvería mil veces, contigo, al instante aquel, si no fuese porque aún no me he ido… ¿O es que acaso no lo ves, que sigues allí, conmigo?

Transparencias

Todas las noches, casi todas, me planto delante de este espejo y noto como me recorre deprisa el mismo vértigo. Una pulsión incesante, una avidez perpleja, de abrir las puertas de mi mundo interior y dejar que se derrame por entre las vías, a veces traviesas sólo, que los renglones me dibujan delante.

Parten trenes todas las noches, ya digo, casi todas, y monto en ellos esperando que me lleven y me traigan de vuelta el mismo cargamento de intimidades que coloco con cuidado en sus vagones.

Y aunque no siempre el horario es el mismo y los destinos son diferentes, todos me acercan, cada uno a su modo, a paraísos recónditos que descubro, asombrado y loco, que no estaban sino a la vuelta de la esquina.

Extraña transfusión de vida, sorprendente doblez del espacio y del tiempo. Como si el camino que transitamos acelerara los espíritus y completara, en un instante, todos los huecos que teníamos prendidos. Argamasa sutil que va fraguando a nuestro alrededor paisajes de ternura.

Aunque siempre me queda la duda de si este mundo que me mira es real o sólo un reflejo avasallador de unos y ceros. Un espejismo, tal vez. Un sueño. O un espacio invisible que nos invita a perdernos y a ensayar, una y otra vez, los discursos que la realidad no nos dejaría hacernos.

Entretanto, quiero seguir sumergido en esta contracción del universo. Encantado de saber que estamos tan sólo a un clic. Detrás de la ventana transparente que nos tiene hilvanados y que me deja verte sonreír, casi todas las noches, como si estuvieses aquí conmigo, a mi lado.

Quizá sea, sencillamente, porque lo estás.

Cruces

Tiene el azar preparados para mí, algunas veces, cruces imposibles del destino. Pellizcos de felicidad que aparecen de improviso y que tienen la virtud irrenunciable de alegrar, no sólo el momento exacto en que los vivo, sino también el instante, como ahora, en que su recuerdo me invita a sonreír como un niño.

Él estaba a mi lado, y aunque ya lo había visto, no lo reconocí entre el pulular inquieto de rostros que tanto me aturde en el gentío. Se alejó hacia un grupo de personas que estaban sentadas, un poco más allá, en unas mesas del recinto, y puso la mano en el hombro de otro, sensiblemente más bajo, para decirle algo al oído.

Aquella silueta, aquel mentón, aquella juventud que rebosaba aún en su rostro, movieron en mi interior no sé qué hilos y una ráfaga de la memoria me mostró su nombre y sus apellidos. Unas ganas irreprimibles de pasado dirigieron mis pies hacia aquel grupo y abordé la situación, años ya, de adultez y decepciones, con mucha cautela:

——Disculpa. Tu cara me suena. Creo que nos conocemos.

——Pues ahora que lo dices —hizo un gesto, como afilando lo ojos— a mí también me suena la tuya. Pero no sé de qué.

——¿Tienes una hermana que se llama Emilia? ——le dije mientras pensaba que tal vez hubiera sido más educado llamarlo por su nombre, pero que esta pregunta era mucho más evocadora.

Supe que me había reconocido al ver en su semblante pintadas, todas las acuarelas de la sorpresa. Y antes de reponerse siquiera, llamó la atención, con un roce de manos, a una mujer menuda que estaba sentada justo al lado nuestro, mientras le decía.

——¡Pero si está aquí mismo! ¡Emi! ¡Mira quién hay aquí!

La mujer se levantó, se giró hacia mí. Reconocí sus mismos ojos de niña, su misma sonrisa abierta y hermosa. Su misma voz, cuando escapó mi nombre de sus labios, reprimiendo un grito.

No sabría calcular cuánto duró el abrazo que nos dimos. Ni cuánta emoción recorrió el viaje fugaz que me paseó, con sus manos, por lo más entrañable de mi adolescencia dormida. La máquina del tiempo, como todo el mundo sabe, está esperándonos a la vuelta de cualquier esquina, y cuando se pone en marcha, no hay botón que la detenga.

Mi yo de quince años habló con los ojos al suyo. En tanto, y para no molestarlos, conversamos en voz baja sobre vaguedades, singladuras personales, paraderos de los conocidos. Bodas, trabajos, domicilios. Desentramando la telaraña de un azar caprichoso, que nos había mantenido en veredas cercanas durante veinticinco años, jugando a cruzarlas mil veces pero impidiendo que hubiéramos coincidido.

Aunque la alegría todavía perdurará mucho tiempo, la conversación adulta no dio para más. Obligaciones y compromisos nos ayudaron a deshacer el encuentro antes de que se me empañaran los ojos, más aún, con la nostalgia.

Ni siquiera intercambiamos teléfonos o direcciones electrónicas, conscientes ambos, de que la vida que un día nos unió, nos tiene preparados asientos lejanos en su convite. Resignados a saber que, el pañuelo del mundo, nos esconde a propósito entre sus dobleces.

Este ha sido un cruce de los que no se desvanecen. Una casualidad que me aviva estos escarceos de la memoria que más libre me hacen sentir, cuanto más atrapado me tienen.

Titubeo

Cuánto de sensatez y cuánto de locura, andarán tras esta duda que me asalta a hurtadillas, cuando tu eco, en la pantalla, apenas se desvanece. Quién se defiende y quién es quien ataca. Dónde parece que todo empieza y dónde empieza todo lo que parece.

A veces, no se decidir si rojo o negro, si pasa o falta el abrazo que me tienes dispuesto. Si enroco en tu pelo o descarto las damas. Nunca atino a contar cuántos turnos me he quedado sin jugar antes de ofrecerte las tablas.

No sabría decir cuanto de fantasma y cuanto de reflejo, hay en esta curva de la almohada que, por las noches, me amenaza con no dejarme dormir. Ni si debo permitir que la fantasía y la cordura, cogidas de la mano, paseen juntas por aquí.

Cuánto de espejismo y cuánto de verdad, hay en este absurdo de pensar novecientas veces de cada mil, que al otro lado de la realidad, también tú me acaricias a mí, rozando tu nariz contra mi cristal.

Fuerza centrífuga

He llamado esta noche a varios amigos. Un repaso habitual que me sirve para asentar las certezas y trasladarme al pasado en un momento. Para sentir los ecos del universo de las voces conocidas que me llevan y me traen hasta el mismo borde de su presencia inmediata. Una avanzadilla más contra la soledad multitudinaria de los días que pasan.

Estoy perdiendo esa batalla. Los amigos se alejan propulsados por no sé qué ecuación indescifrable de distancias, en una deriva continúa y desoladora. Sintiendo lejos a los que un día estuvieron cerca, descubro la trayectoria de mi tránsito ininterrumpible. Una derrota silenciosa hacia el manto suave de la indolencia, del desapego emotivo que atenúa los rasgos sencillos de la cotidianidad.

Se desatan los lazos que una vez estuvieron anudando fuertemente los espíritus, dejando una marca vacía y una oquedad tibia en lo más profundo del corazón. Esta es, y no otra, la cara que me asusta de la distancia; la de la muerte lenta y omisa de la conexión, cuando se difuminan las fronteras que separan la insensibilidad de la anestesia, la indiferencia de la inercia, la apatía de la frialdad.

Entonces me rebelo y me prometo mil veces acortar los periodos, proponer los encuentros necesarios y buscar excusas para acercarme de nuevo. Pero me doy cuenta enseguida que yo también ando atrapado en mi propia vida. Las rutinas no nos dejan espacio para la maniobra, las obligaciones se anteponen a las coincidencias y la fuerza centrífuga del azar nos impele con fuerza hacia los bordes del camino.

Por eso, muchas veces, me agarro a este teclado con uñas y dientes. Para no dejar que me lleve la corriente más lejos aún de lo que estoy. Para no permitir que me abandones a mi suerte. Que nos pille atados el siguiente vaivén de la fortuna y, sobre todo, para ahuyentar el miedo que me da perderte.

Semáforo

Rondaría la veintena, aunque un casco integral con su correspondiente visera impedía ver su rostro. Paró el ciclomotor justo delante del semáforo que acababa de transmutarse a rojo desde amarillo. Era un día extraño para la época, habituados ya al calor sofocante de los últimos coletazos de una primavera escueta, pues, gris el cielo, dejaba resbalar desde las nubes, tímidas gotas de agua apenas perceptibles para los viandantes, que eran muchos en aquella calle principal.

Sin embargo, para ir en moto, era un día verdaderamente molesto. Se aplastaban cansinamente las gotas sobre la visera, empañando la visión ya reducida por el angosto hueco en el que iba pertrecha. Además, el atropello de gotas a cierta velocidad empapaba graciosamente la parte delantera de su vestimenta, ya casi veraniega, en tanto que la espalda permanecía seca e impoluta.

Levantó la visera, un poco para limpiarla y otro poco para degustar con calma ese olor intenso a tierra recién mojada que se extendía incluso hasta el mismo centro de la ciudad. Peatones cruzaban y paseaban, rápidos, lentos, seguros, solitarios o despistados, en todas direcciones, sin terminar de decidirse por abrir los paraguas.

Descansó la vista sobre las luces rojas y verdes que daban y quitaban preferencias, hasta que le llamó la atención una par de muchachas que paseaban jugueteando por el mismo borde de la calzada hacia su posición. Las siguió con la vista desde dentro de la estrechez sofocante del casco y se embelesó contemplando sus rostros hermosos, sus sonrisas radiantes y aquellas siluetas evocadoras que la ropa informal tiene la virtud de resaltar sin sobresaltos.

Parpadeó el hombrecillo verde, avisando de la inminencia de la llegada del tiempo de los motores, cuando en un gesto sorpresivo y tierno, la chica que caminaba por el costado más cercano a él, morena y de ojos profundos, y apenas a un brazo de distancia, hizo un mohín, guiñó un ojo y envió, desde dos de sus dedos apostados en el centro de los labios, un suave beso sonoro hacia la mirada atenta del motorista.

Tal vez por ese ataque de impaciencia tan común en los conductores detenidos, aunque más probablemente por el sonrojo, la timidez y la sorpresa que aquel gesto entrañable causó, el motorista, mientras abría el gas de su máquina, se tambaleó hasta el mismo borde de la caída, que sólo pudo detener la patada al suelo que su pie izquierdo propinó como un acto reflejo.

Risas alegres fue lo último que oyó antes de alejarse de aquel encuentro, aunque no se atrevió a volver la vista para comprobar esa dulce deformación de los rostros, que imaginaba producida por la risa, en aquellas chicas desconocidas.

Y aunque nadie pudo verlo, detrás de la visera inició una sonrisa que le duró mucho, mucho tiempo. Quizá, precisamente, la misma sonrisa que tiene en este instante; esta vez, escondido tras la pantalla y a los mandos de una máquina con dos botones y una sola rueda.

¿Sabes? Aún ahora, veinte años después, reconocería tus labios y tus ojos en cualquier parte de un sueño en el que te me aparecieras.

Palabras

Las palabras parecen tener vida propia, o al menos, albedrío caprichoso. Nunca vienen cuando las llamo en silencio, con mis poros abiertos y la mirada perdida sobre el horizonte blanco. Nunca vienen cuando las llamo a gritos, desesperado de letras, y mucho menos si se las exijo, enérgico y convencido, al almacén de la memoria. Nunca vienen cuando las llamo. Nunca vienen. Nunca.

Nunca aparecen cuando las necesito y remolonean apáticas en su refugio en lugar de acudir prestas en mi ayuda. Seguramente mi dolor, mi alegría, les parece muy poco; mi tristeza, nadería, mi nostalgia, fracaso. Tendrán cosas mejores que hacer para no querer chapotear conmigo en el barro.

Nunca llegan puntuales a las citas que les prodigo y, si alguna vez extraña, consienten en quedarse conmigo, para impedirme huir y animarme a presentar batalla, no pasan de la boca, de la lengua, de los ojos, del corazón o de la espalda… o de donde quiera que sea el sitio en el que esconden las palabras.

Pero, cuando huyo de ellas para descansar de la locura, para cerrar los ojos al mundo o para escuchar los latidos de la luna, entonces, y sólo entonces, me persiguen por todas partes hasta los mismísimos confines del duermevela. Me levantan de la cama, esclavo, amante, amigo, y me hacen encender las luces de la casa y la máquina de tricotar ruiditos.

Para dictarme al oído con voz profunda y despierta, no sé si tú, yo mismo o ellas, destellos embobados que brotan atropelladamente sobre las teclas. Para mandarme de viaje a las cataratas embravecidas del corazón y los recuerdos. O a veces, para tomarme el pelo y dejarlo todo a medias.

Mucho tiempo después, por fin, concluyen sus designios y puedo, cansado, volverme horizontal; aún entonces me perturban, no me dejan tranquilo. Se unen en remolinos para danzarme en la oscuridad y contarme mil historias de sal, que no me dejan descansar hasta que, en un descuido, consigo engañarlas, otra noche más, haciéndome el dormido.

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